Una persona frente a la televisión se asemeja a un idiota. No necesariamente lo es, simplemente es el gesto: la boca abierta; los ojos desorbitados, de autómata; el cuello sobresaliente, simiesco. Qué es tan interesante que nos lleva a un grado tal de arrobamiento. Qué prodigio es ese que nos petrifica durante horas, días, meses… (y más: según National Geographic, pasaremos ocho años de nuestra vida frente a la “caja boba”).
Después de ver demasiada tele, aparecer en ella era el siguiente paso.

“Las personas que empiezan a salir en televisión (aunque sea un reality show) parecen más notables, valiosas, bellas, inteligentes, hasta para los mismos que las conocían, sin verles nada especial”, escribe Gabriel Zaid en su artículo “El ascenso de la imagen” (Letras Libres, 07/2004).

En la era del entretenimiento, todos somos estrellas sin descubrir. La realidad va cediendo terreno a la irrealidad. La televisión “¡le da a uno la forma que desea! Es un medio ambiente tan auténtico como el mundo. Se convierte y es la verdad”, dice un personaje de Ray Bradbury, en la novela Fahrenheit 451.

En el mito de Proteo, las personas veían en el dios marino el reflejo de sus personalidades: sus pesadillas y sus obsesiones. En los televidentes asiduos a los reality, esta búsqueda de certezas no se limita al reflejo, de lo que se trata es de regodearse con la miseria humana. Como lo dice un personaje de la novela Contrapunto, de Aldous Huxley: “El gran público tiene un apetito crónico y canibal de indiscreciones personales”.

¿Pero de dónde viene ese gusto por la bajeza humana expuesta?

En el siglo XX, los fascistas italianos y alemanes hacían desfilar a los judíos y gitanos disfrazados de cerdos. El objeto de estudio no es el individuo y la deshumanización a la que era sometido, sino el voyeur. El espectador, que desde la grada —desde un más allá seguro e impersonal— se regodeaba con los espectáculos que prologaban el horror de la futura matanza.

Pero la raíz de ese canibalismo visual podría ir mucho más atrás. La crucifixión, el coliseo, la hoguera y la guillotina… tal vez la violencia, contra el otro, para el ser humano, ha sido atractiva desde siempre.

11 de septiembre, el Fin del Mundo en vivo

En la segunda mitad del siglo XX (a partir de la transmisión de la llegada a la Luna el 20 de julio de 1969) la televisión se erigió como el medio totémico que le dio sentido histórico a la humanidad. “Los medios visuales transformaron la imagen de la realidad y, finalmente, la realidad” (Gabriel Zaid, ibídem).

Los grandes cambios históricos de los 60 hasta la caída del muro de Berlín en 1988, fueron captados por la televisión; y fue la primera guerra de Irak, en 1991, la que —gracias a los canales noticiosos como CNN y su cobertura de “la tormenta del desierto”— tomó un perfil de entretenimiento con una producción llena de titulares, cintillos y música de fondo que trataban de conmover o indignar al telespectador según fuera el caso. Esta extraña degeneración noticiosa fue anticipada 30 años antes por William S. Burroughs en El almuerzo desnudo: “Si los países civilizados quieren volver a los ritos druídicos de la horca en el Bosque Sagrado, a beber sangre con los aztecas o alimentar a sus dioses con sangre de sacrificios humanos que vean lo que de verdad comen y beben. Que vean lo que hay en la gran cuchara de las noticias”. Esta gran cuchara nunca se imaginaría el prodigio que se acercaba.

El 11 de septiembre la imagen del segundo avión atravesando una de las Torres Gemelas se convirtió, hasta ahora, en el mayor hito televisivo. Ningún productor hubiera podido soñar con una catástrofe “en vivo y en directo”. Más que las imágenes del atentado, la demolición de las torres en una cascada de concreto, acero, vidrio y seres humanos, marcó el principio real del milenio y le quitó lo que le quedaba de candidez a toda una civilización. “Somos fundamentalmente inconmovibles. Esta generación ha sido cortejada desde la infancia con visiones de violencia, tanto ficticias como reales”, dice Bret Easton Ellis, autor de la novela American psycho, citado por Norman Mailer en su antología América.

El señor de las moscas a cuadro

Después de las imágenes apocalípticas, mil veces repetidas, del 11 de septiembre (esos Dos Minutos de Odio como los de la novela 1984), los reality show se posicionaban como la única alternativa para sorprender, desde la épica de lo grotesco, a los cínicos televidentes. El “limbo del no pensamiento”, como llamó Ray Loriga a la cultura basura, se levantaba incólume ante la ausencia de certezas.

Aunque el primer programa del Gran Hermano (Big Brother) se presentó en 1999, no fue hasta pasado el atentado de Nueva York que sus franquicias triunfaron alrededor del mundo. Este programa de entretenimiento emanaba de su fuente literaria (ver nota aparte), pero se malinterpretaba desde su nacimiento y desdibujó al temido control estatal orwelliano, en una caricatura de fantoches exhibicionistas e indiscretos voyeuristas.

Al mismo tiempo los reality de “supervivencia” y de “academia artística” (para ver todas las categorías, buscar en wikipedia.org/wiki/Reality_show) se convertían en fórmulas de éxito probadas. Los primeros eran una mezcla de producciones tipo Robinson Crusoe. Un grupo de jóvenes era abandonado en una “isla desierta” con pruebas que suponían habilidades físicas y conjuras maquiavélicas. De ahí los programas degeneraron rápidamente y se ha llegado al colmo (en un programa estadounidense) de copiar tramas como la de la novela de William Golding, El señor de las moscas, con niños obligados a convivir hasta la violencia en una playa lejana. Un ejemplo límite de los reality de “academia artística” fue la producción que se titulaba ¿Quieres ser una estrella porno?, que prometía a la jovencita ganadora una espectacular entrada (con contrato incluido) en el “glamoroso” y sórdido mundo de las películas para adultos.

En la era del Youtube todos podemos estar frente a la cámara y hacer lo que nos plazca. Una persona hace una rutina y luego una segunda y una tercera la reproducen, la mejoran —aumentan el grado de patetismo, de flagelación y de violencia— la distribuyen… y así, ad infinitum. El medio, como pregonaba el canadiense Marshall McLuhan, se convierte finalmente en el mensaje.

Al final, el mito de Proteo retoma su perfil más oscuro: “Cada hombre, la imagen de cualquier otro. Entonces todos son felices, porque no pueden establecerse diferencias ni comparaciones desfavorables”. La pesadilla bradburiana se cumple como en Fahrenheit 451. El reflejo se multiplica gracias a los reality shows de manera exponencial y el pensamiento comienza a unificarse. Y con ello, la crítica desaparece.

Con una visión maniquea de la realidad apoyada por las grandes cadenas televisivas, las “guerras preventivas”, las invasiones bárbaras y los holocaustos pueden repetirse. Como dice un personaje de Chuck Palahniuk en su novela Nana: “Si todos piensan lo mismo, entonces nadie será un peligro para el mundo”.

Ese afán de la televisión por limitar a la realidad en un presente continuo pone en peligro la reflexión sobre el pasado, como tanto ha prevenido Umberto Eco.
“Por falta de comprensión, todos eran políticamente sanos y fieles”, Orwell dixit.
Y después… más comerciales.

El verdadero Big Brother

En 1949, George Orwell (1903-1950) publica la que sería, junto con Rebelión en la granja, su obra más conocida: 1984. La novela describe un futuro en el que el totalitarismo impera en los únicos tres estados del mundo: Eurasia, Oceanía y Asia Oriental.

La sociedad está inmersa en una “locura controlada”. El Partido rige la existencia y dos brazos de éste sobresalen en la protección del status quo. El primero es el Ministerio de la Verdad, donde trabaja Winston, el héroe, y que se encarga de cambiar la historia de Oceanía, y transformar “el viejo idioma con su vaguedad y sus inútiles matices de significado” en un lenguaje directo, maniqueo y lleno de eufemismos, llamado neolengua.

El segundo aparato represor es la Policía del Pensamiento, que se encarga de la observación de la ortodoxia política. Todas las personas son vigiladas por la telepantalla, que recibe y transmite simultáneamente.

El Gran Hermano de la novela no es la telepantalla, es en sentido estricto “la concreción con que el Partido se presenta al mundo. Su función es actuar como punto de mira para todo amor, miedo o respeto, emociones que se sienten con mucha mayor facilidad hacia un individuo que hacia una organización”.

En nuestro tiempo algunas visiones de 1984 se han cumplido. Una de ellas es la vigilancia que se levanta y, en nombre del terrorismo, narcotráfico y seguridad, va anulando gradualmente derechos (como el hábeas corpus) antes considerados fundamentales. Un ejemplo es Inglaterra, el país de Orwell, donde existen más de cuatro millones de cámaras de circuito cerrado, convirtiéndose “en la nación más vigilada de Europa” (El País/18/11/2007).

Esta obsesión por la seguridad se propaga rápidamente en todo el mundo. La vida de las personas está comenzando a ser grabada y todos formamos parte ya de un reality show de dimensiones peligrosas. Si a esto se le suma la información personal, en las innumerables bases de datos que existen, la Policía del Pensamiento parece ser una realidad en el siglo XXI.

George Orwell alertó con 1984 sobre los peligros del control y la uniformidad de conciencias. Su novela desenmascara los alcances del poder, que a través del temor y la manipulación mediática, “podía retorcer y deformar la realidad dándole la constitución que se le antoje”.

Una frase del Enemigo del Pueblo evidencia un mundo que abandona sin remilgos sus libertades: “La Humanidad sólo podía escoger entre la libertad y la felicidad, y para la gran masa de la Humanidad era preferible la felicidad”.

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