El Santo en su máscara

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La máscara, a la vez que elemento iniciático en el orden de lo sagrado y lo ritual, es una forma clara en las manifestaciones del espectáculo y, en todo caso —en los tiempos actuales—, también es decoración y fetiche.
En ífrica, en Asia, en América… y donde quiera que haya aún vestigios de la vida nativa y tribal, la máscara tiene aún hoy vigente usanza. Desde siempre para su factura se han utilizado innumerables materiales (lo que se ha tenido a la mano): que va desde lo más agreste hasta lo más sofisticado. En todo caso la máscara ha ofrecido para los distintos grupos humanos de cualquier parte de la tierra —y sobre todo a quien la porta en determinado momento— un eficaz y feliz modo de ir hacia el encuentro con el Gran Espíritu, y ha logrando con ella, o a través de ella, un acercamiento muy claro al mundo mágico.
Estética de la máscara
El Zorro, en Los íngeles, California; El llanero solitario, en Texas; Fantomas, en París, y Santo el enmascarado de plata, en la Ciudad de México, nos ofrecen distintos modos estéticos del uso de las máscaras (en tiempos cuasi modernos), sin embargo, ninguno como el último ha logrado ir más allá de una simple estética, pues El Santo, en tanto personaje de carne y hueso y símbolo, ha penetrado hasta los huesos en la cultura de un país, de nuestro país. Y eso lo hace un ser singular, y el hecho permite un somero análisis, ahora que hace poco se han cumplido 25 años de su muerte, ocurrida el 5 de febrero de 1984.
Durante al menos 40 años El Santo perduró en la imaginación de los mexicanos —y la enriqueció, de algún modo—, logrando realizar el milagro de convertirse en parte de la imaginería nacional, pero no siempre el personaje fue El Santo, pues antes de ser la leyenda que fue —y es todavía en este instante—, tuvo diferentes nombres como combatiente en los cuadriláteros de la lucha libre nacional, durante la década de los años treinta (del siglo pasado, claro): Rudy Guzmán, El hombre rojo, El enmascarado, El demonio negro y el Murciélago II, y había nacido en Tulancingo (estado de Hidalgo) el 23 de septiembre de 1917, como Rodolfo Guzmán Huerta.
El ascenso en el rango de la popularidad del enmascarado de plata comenzó justo en los primeros años de la década de los cuarenta, cuando el entrenador Jesús Lomelí formaba un grupo de luchadores para ofrecerlo en el mundo del espectáculo luchístico, “todos con vestimentas plateadas”, y le fueron sugeridos tres nombres para que encarnaran en él: El Santo, El Diablo y El íngel; de esta trinidad de nombres el 26 de julio de 1942 surgió quien se convertiría, con los años, en uno de los personajes y en uno de los luchadores más intensos y emocionantes que han existido no solamente en México, sino en toda Latinoamérica y, podemos decirlo, en el orbe.
De la dubitación en la que seguramente se vio inmerso Rodolfo Guzmán Huerta, nació el mito, el ser sui generis que ofrece la posibilidad de que hoy (ahora que se lee este texto) se pueda reflexionar sobre los matices que ofrece el personaje, y que van un largo trecho más allá del hecho del que puede enmarcar la simple moda estética —que por otra parte también lo es o lo fue en su momento— de utilizar una máscara, pues de haber sido sólo eso el asunto se habría convertido en un caso baladí o frívolo.
Fue durante esta duda y elección del nombre —casi estamos seguros— que la persona y el personaje se compenetró dentro de la mitología urbana, del mito esencial que proviene, en la cultura judeocristiana occidental, de lo religioso.
¿Se habría convertido en lo que es el luchador si hubiera elegido el nombre de El Diablo o El íngel? O en todo caso: ¿Sería El Santo el ser que encarnara al vengador, posiblemente el Mesías que todos los mexicanos esperan cual si fueran el pueblo de Israel, si hubiera decidido la persona como nombre de su personaje algo distinto a El Santo? Seguramente no, pues si bien ya estaba decidido que la máscara fuera plateada, con el nombre —que es Destino—, lograron que se unificaran en un solo ser la persona, el personaje y su careta.
De acuerdo a los antropólogos franceses Genevií¨ve Allard y Pierre Lefort, en su estudio sobre el tema, “el portador de una máscara se identifica siempre —o tiende a identificarse— con lo que representa”.

El Santo y el Misterio
Durante cuatro décadas el personaje de El Santo cumplió una misión dentro de la imaginación popular, y poco a poco se fue enriqueciendo no solamente debido a la máscara, sino por el símbolo que representaba el atleta (experto en varias disciplinas deportivas como el jujitsu, el beisbol y el futbol americano, que había practicado antes de la lucha grecorromana) para el pueblo: la del ser vengador de las clases más desprotegidas que en su sueños de justicia —casi por propia naturaleza humana— el mexicano ha tenido debido a la cruel realidad que le ha tocado vivir, y con los agregados de que no solamente el enmascarado de plata combatía a las leyes humanas, sino también a las del Mal, pues al derrotar a vampiros, momias, zombis y seres extraterrestres… el personaje daba una especie de “bendita protección” a todo aquel que le admiraba en los cuadriláteros, en el cine (que en Francia fue considerado como una de las más claras manifestaciones surrealistas y góticas, y que en Medio Oriente fue no solamente admirado, sino que hasta se le plagió al realizar producciones locales y con actores nacido allá) y, por si fuera poco, en la foto-historieta que el enmascarado comenzó a protagonizar gracias a la iniciativa del jalisciense José G. Cruz (y que a partir de 1950 comenzó circular en el territorio nacional y hasta allende las fronteras, logrando cifras récord en ventas).
Pero hay algo más, El Santo hizo una comunión nacional al declarase Guadalupano, logrando de nueva cuenta hacer verdad una especie de consigna en nuestro país: todo se mistifica y perdura, todo se unifica gracias al fervor de la religión, y parecería que es el punto clave para que las leyendas se conviertan en tales. Pues otra especie de ley nacional es que la idiosincrasia tiene mucho que ver con el mito, el melodrama y la fe religiosa.
Pero El Santo, que había fundado un subgénero dentro del cine mundial, el del Horror Gótico, aquel que tiene que ver con los monstruos y la ciencia-ficción muy a la mexicana, y se había forjado en mito nacional, tuvo la mala idea de una noche presentarse en el programa televisivo “Contrapunto”, que dirigía Jacobo Zabludovsky y despojarse de su máscara por un minuto que para quienes lo admirábamos y vimos las imágenes (hoy asequibles en internet), después de largos años de mantenerla en su rostro gracias a sus habilidades en el ring, y quizás porque nunca supo el significado de la palabra mistagogia —pese a que siempre declaró haber leído sobre muchos temas de la cultura universal—, que es “la ciencia humana y divina que nos introduce a los misterios sagrados…”, logrando que para muchos, aquella noche (de las once quince a las once dieciséis), la leyenda de El Santo se diluyera hasta perderse en la hora de la muerte física del hombre, del ser humano: Rodolfo Guzmán Huerta.
Blue Demon, quien había presenciado esa noche la desvelación del misterio de El Santo, opinó durante el programa de Zabludovsky que la leyenda había cometido un error al mostrar su rostro al público…
Finalmente, Xavier Villaurrutia tenía razón: “La realidad de la máscara es el rostro”.

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