El rotundo paso de Vargas Llosa

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MD32. MADRID, 06/07/07. - El escritor peruano Mario Vargas Llosa durante el desayuno al que ha asistido esta mañana en el Casino de Madrid.- EFE/EMILIO NARANJO

Una sola vez he visto de cerca a Vargas Llosa.
Él había salido de uno de los salones de la feria del libro, después de presentar al público La tentación de lo imposible (un ensayo sobre Los Miserables de Victor Hugo); había dejado yo a Rosa Montero después de una entrevista sobre La loca de la casa (¿o habrá sido sobre Historia del rey transparente?, ya no recuerdo). Lo cierto es que vi al arequipense y fui tras él. Lo seguí guardando cierta distancia para no despertar su inquietud. Caminaba firme —vestido con un traje impecable— por entre los pasillos de estantes de las editoriales y sin nadie que lo acompañara. Su cuerpo parecía romper el aire a su paso, y ese aire que yo respiraba me llevó hacia un largo camino: fui a la adolescencia y recordé el primer libro leído del escritor peruano.

En una feria municipal del libro en Zapotlán, en otro tiempo, me enfrenté a las historias de Los cachorros, y después de una tarde increíble bajo la sombra de un árbol, no dejé de leer cada una de sus obras ya para siempre, que fueron creciendo en número con los años.

En ese mismo instante recordé la descripción de Vargas Llosa que hiciera José Emilio Pacheco en ocasión de una visita a la Ciudad de México en 1962 —y siendo aún un autor completamente desconocido en todas partes—, cuando Vargas Llosa ganaría con La ciudad y los perros (publicado en 1963) el Premio Biblioteca Breve (Seix Barral) y se convertiría en una celebridad.

Mi generación había nacido y crecido a la par con la fama y la primera gran obra del autor. Nuestra admiración era —y es— indiscutible. Vargas Llosa nos había mostrado un nuevo camino y una forma nueva de narrar.

Y yo lo seguía por los caminos de libros, evadiendo a la gente. En dado momento ya no pude guardar la distancia: entró al stand de editorial Planeta y buscó, entre los anaqueles, sus propias obras. Eligió tres y sacó su tarjeta de banco. Ya en ese instante nuestra cercanía era más que evidente y entonces se giró para verme de frente. Me miró, sí. Quedaron nuestras vistas fijas a unos metros de distancia. Le sonreí y él hizo lo mismo. Nuestro encuentro se interrumpió: el gerente en turno le regresaba su tarjeta al tiempo que le indicaba que no podían cobrarle los libros. Vargas Llosa se rehusó, pero finalmente guardó silencio y aceptó el obsequio de su propia editorial.

En ese año ignoraba yo su interés por Medio Oriente (y sus perennes conflictos) y, particularmente, sobre Israel; lo supe y desde entonces he leído —en los últimos años— la mayoría de artículos publicados, sobre todo, en el diario español El País. En cambio, le oí decir en cierto momento, ese diciembre de 2004, en aquel stand de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara:
—Un amigo viene de lejos y deseo darle mis libros…
Quizás al salir buscó de nuevo mi mirada; sin embargo, yo había huido del lugar…

Vargas Llosa en Israel
No es casual, entonces, que en estos próximos días se reúnan, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, para conversar en público, el peruano Mario Margas Llosa y el israelí David Grossman.

El Premio Nobel ha estado atento a los acontecimientos de Medio Oriente y, sobre todo, a los conflictos entre Israel y Palestina. Y con toda seguridad ambos narradores se guardan un respeto y una admiración mutuos.

Vargas Llosa, por cierto, ya en junio de 2010, había visitado cinco veces Israel. Amigo de ese país, no siempre el trato ha sido cordial. En un artículo publicado en El País en ese año, Vargas Llosa expresaba: “Cada día es más difícil ser amigo de Israel, salvo para los incondicionales convencidos de que todo lo que hacen las autoridades israelíes es bueno, que todos los palestinos son terroristas y que las críticas a la política de Israel son siempre producto del antisemitismo”.

Sin embargo, aclara: “Yo sigo siéndolo, pese a la repugnancia que me inspira su gobierno actual, la intransigencia fanática de sus colonos y los abusos y, a veces, crímenes que Israel comete en los territorios ocupados y en Gaza, o fuera de sus fronteras, como ocurrió hace poco con los nueve muertos y las decenas de heridos de la flotilla de la libertad”.
En ese mismo artículo (“Israel: la amistad difícil”) declara sobre su quinta visita al país: “Llegué muy pocos días después de la torpeza que cometieron las autoridades impidiéndole el ingreso al país a Noam Chomsky —nadie como ellas para contribuir con sus metidas de pata al desprestigio de la imagen internacional de su país— y partí tres días después de que los comandos israelíes asaltaran en aguas internacionales el Mavi Marmara perpetrando unas violencias inútiles que han hecho tanto daño a la imagen de Israel en el mundo como la invasión del Líbano, lo han enemistado con Turquía, su único aliado entre los países musulmanes, y han atraído sobre él una tempestad de condenas y críticas que está lejos de cesar. Pero me consta que sobre todos estos temas ha habido en Israel protestas enérgicas de esa minoría de ‘justos’ —en el sentido que daba Albert Camus al vocablo— que son la reserva moral de ese país”.

Fiel a sus principios, a su ética, Vargas Llosa abre siempre los ojos, mantiene alerta los sentidos y nos conduce a la reflexión casi invariablemente —“Hay que protestar, denunciar, movilizar a la opinión pública. Los medios independientes del mundo se sienten amenazados cuando un medio es clausurado de manera autoritaria. Cuando se cierran los medios de expresión lo que viene es una dictadura” (Europa Press, 2008)—, como cuando en México en un encuentro organizado por Octavio Paz en su discurso declaró “México es la dictadura perfecta. La dictadura perfecta no es el comunismo. No es la URSS. No es Fidel Castro. La dictadura perfecta es México”, que luego reprodujo El País en su edición del sábado 1 de septiembre de 1990, y que hizo temblar a más de uno de los intelectuales y políticos mexicanos.

No siempre ha sido bien vista por el mundo intelectual esa amistad de Vargas Llosa e Israel, ni tampoco su defensa a favor de Palestina en los momentos más críticos de los conflictos entre estos países. El argentino Julián Schvindlerman, analista político especializado en asuntos de Medio Oriente, logra un examen sobre el artículo “Israel: la amistad difícil”. Cito un fragmento:

El autor se ocupa en dejar saber que su crítica (feroz) se nutre de una genuina preocupación por el destino del estado judío: ‘la sistemática destrucción de la sociedad palestina’ que Jerusalén lleva adelante es fruto de sus ‘políticas suicidas’ que ponen en peligro ‘la supervivencia de Israel’. Según parece, Vargas Llosa tan sólo quiere salvar a Israel de sí misma y ve en los minoritarios israelíes de ultraizquierda —que en su visión peculiar sólo ellos luchan por la paz— al bastión moral del país. ‘Los verdaderos amigos de Israel’, dice solemnemente, ‘debemos aliarnos con ellos’.

Los caminos de Arequipa llevan a todas partes

“El día que di una conferencia en la Universidad Hebrea de Jerusalén —dice Vargas Llosa— vi partir de allí una manifestación de estudiantes árabes e israelíes, con carteles contra las tomas de viviendas efectuadas por los colonos en la localidad de Sheikh Jarrah, y, al día siguiente, estuve en la plaza vecina a este barrio donde, todos los viernes, se manifiestan varios centenares de personas en contra de este último intento del movimiento colonizador extremistaGush Emunim de invadir y ocupar casas y terrenos palestinos”.

En dado momento recuerda, y fiel a la amistad, narra: “Allí me encontré con viejos amigos, como el escritor David Grossman, que perdió un hijo en la guerra de Líbano y sigue, impertérrito, con su poderosa autoridad intelectual y moral, liderando las campañas a favor de la paz y de la sensatez política frente a quienes, víctimas de la paranoia y la arrogancia, creen que sólo la fuerza bruta garantizará la seguridad de Israel. Estaban también Amira Hass, la periodista israelí que desde hace años vive en los territorios ocupados —lo hizo primero en Gaza y ahora en Ramallah— desde donde, gracias a sus crónicas en Haaretz, mantiene un puente vivo de comunicación con la sociedad palestina, y mi amigo Meir Margalit, dirigente de una organización de voluntarios israelíes que reconstruyen las casas de los árabes dinamitadas por el Tsahal por pertenecer a parientes de palestinos acusados de terrorismo. Meir es ahora concejal del Ayuntamiento de Jerusalén, donde da una diaria batalla con su compañero de partido, Yosef Alalu, profeta laico de barbas bíblicas, a favor del diálogo, la negociación y la paz”.

En breve se volverán a encontrar los narradores Vargas Llosa y Grossman, ahora lejos de sus tierras nativas: se comprobará que, en todo caso, las veredas llevan a todo el mundo, pero sobre todo al corazón de los seres humanos…

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