El profeta y los salvajes

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La madrugada del 13 de enero de 1936, Rudyard Kipling le dice a su médico que “algo en el interior iba al garete”, luego de que su úlcera reventara. La apresurada operación del duodeno perforado sólo alimentó un poco las vagas ilusiones de supervivencia; en los primeros minutos del 18 de ese mes terminaron sus días. Sus cenizas fueron llevadas a la Esquina de los Poetas de la Abadía de Westminster; ahí, el deán dio la bendición “por la vida y obra de alguien a quien se le ha permitido hablar como un profeta”.
El pequeño profeta —su estatura era de un metro con sesenta y siete centímetros— había nacido en Bombay, y pasó los primeros cinco años de su vida en la India, bajo los cuidados de su ayah, una nativa al igual que los otros sirvientes de la casa. Disfrutaba de esos inocentes días y de los “paseos vespertinos junto al mar, a la sombra de los palmerales”. Al jugar con los hijos de los indígenas (por su edad todavía no le era restringido mezclarse de esa manera) poco sabía de que su padre, un oficial del ejército, había llegado a ese lugar, como muchos otros ingleses, para refrendar la permanencia del Imperio Británico.
Luego comenzaría la disciplina, a él y a su hermana de tres años los “exiliaron” a Inglaterra, y no les permitieron ver a sus padres durante seis años. Esta era una práctica común entre los británicos, pues se decía que el clima no era apropiado para los niños de esa edad, sin embargo, el mismo Kipling reconocería después que se pensaba que “era imprudente y peligroso dejar que un niño blanco fuera criado hasta su juventud en la India”, pues no debían considerar a ésta como su hogar sino conocer la verdadera patria y aprender las buenas costumbres victorianas.
Pasados once años, Kipling volvió a la India para trabajar como periodista en Lahore. Aunque tenía dieciséis años, sus largas patillas y su bigotillo lo hacían verse más grande; la frente hundida y el mentón prominente a más de alguno le parecía algo digno de broma, aunque quizá no tanto como el color de su piel, pues su oscura pigmentación provocaba el rumor de que su verdadero padre era indio, cosa que no agradaba a Kipling y bromeando con su madre le decía que sacudiera el árbol genealógico, para que así cayeran los McDonald, los parientes no tan queridos que podrían ser los culpables de todo.
Tennyson murió en 1892, tras cuarenta años de ser honrado y enaltecido como el poeta del imperio, éste ya había sucedido a Wordsworth, y aquel a otro más, la tradición así lo dictaba, era el momento de encontrar a alguien para la vacante, pero como nadie de los previstos la cubrió, los conservadores decidieron proponer a Kipling que en ese momento ya gozaba de amplia fama como escritor. Sin embargo, rechazó el nombramiento como rechazaría muchos premios y condecoraciones —no así con el Nobel, que recibió en 1907. A pesar de ello se le pidió que escribiera algo para el cumpleaños de la reina; Kipling lo terminó a regañadientes en el último momento, pues pensaba que estos encargos le restaban libertad. Fue tan buena la acogida por la reina y los ciudadanos, que a la postre el poema Recessional se convirtió en una especie de himno patriótico.
Pero, al mismo tiempo a partir de esta obra, la suspicacia y el ámpula hacia Kipling no se dejaron esperar, pues, aunque era obvia su postura a favor del imperialismo al que como decía George Orwell, otro escritor británico nacido en la India, consideraba como una especie de evangelización forzosa y necesaria, luego de ese poema y de otro más combativo, La carga del Hombre Blanco, se buscaba evidenciar los posibles elementos racistas en sus escritos.
Para David Gilmour, un estudioso de la vida y obra de Kipling, no han sido más que frases desafortunadas y malos entendidos. Para él, “castas bajas” en Recessional no hablan de la supremacía de su casta, sino que traslada ese adjetivo a los alemanes y de paso a todos aquellos a los que juzgaba culpables de una falta de ley. Poniendo las cosas así, quizá se entienda que La carga del Hombre Blanco estuviera dirigida a los Estados Unidos, pues ya se le consideraba como igual en “la empresa de llevar una administración juiciosa y ordenada a los lugares oscuros de la Tierra”.
Pero, eso de “Hombre Blanco”, a pocos les pareció inocente, pese a que el mismo Gilmour diga que es más bien una frase idealista que se refiere a la civilización más que al color, sin embargo, pese a la adversa interpretación, habría que darle algo de crédito a Kipling, pues en su autobiografía señalaba, refiriéndose a los Estados Unidos, que no salía del asombro de que un pueblo que había exterminado a los aborígenes de su tierra, más que cualquier otro, creía sinceramente que era una piadosa comunidad de Nueva Inglaterra capaz de dar ejemplos a la bruta humanidad.
El hecho es que con racismo o sin él, este escritor estuvo en parte del lado oficial de la literatura y de la historia (hay quien lo llamó patriotero), y como dice otra vez Orwell, sus ideas románticas acerca de Inglaterra no tendrían gran importancia si las hubiera sostenido sin los prejuicios de clases propios de esos momentos. Y al final, Kipling pasó sus últimos días renegando que nadie escuchara sus profecías de que aquel gran imperio en el que creía habría de derrumbarse; la ley de los hombres sucumbía ante los salvajes.

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