El naufragio como souvenir

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A pesar de la espectacularidad de lo atroz —tan estimable en nuestro tiempo— que puede representar la dramatización de un accidente aéreo, un bombardeo transmitido en vivo o un atentado terrorista captado por teléfonos celulares, algo tienen los naufragios que nos fascinan.
Será por la lentitud de la catástrofe. El delicado descenso, o por el peso onírico que tiene ver cómo se hunde un barco, pero los naufragios nos atraen. Es una metáfora de la eterna lucha del hombre frente a la Naturaleza. La máquina, el artefacto humano por antonomasia, engullida por una gran masa de agua. Inexplicable tragedia para la vanidad humana. Siempre lista para acometer su siguiente gesta. En Solaris, de Stanislaw Lem, los científicos no atinan a comprender al misterioso océano extraterrestre, que parece comprender las fantasías y terrores humanos. Los límites del pensamiento son los límites de nuestra abstracción.
Los náufragos han sido tema del arte y la literatura de todos los tiempos. Desde Jonás, que aunque no encalla, es lanzado al agua por una tripulación supersticiosa que lo culpa de renegar de Dios; hasta Robinson Crusoe, personaje de Daniel Defoe que sobrevive al furioso mar para vivir en una isla durante veintiocho años. Marcel Schwob, en sus Vidas imaginarias, rescata la historia de William Philips, marinero que en busca del naufragio de un barco español cargado de plata encuentra la fortuna y la desgracia al mismo tiempo. Tal vez el más famoso hundimiento retratado por la literatura sea el del Pequod, el barco ballenero comandado por el capitán Ahab, que en su búsqueda de la gran ballena blanca se funde en una batalla con las fuerzas de la naturaleza del todo ingobernables. El mismo autor de Moby Dick, Herman Melville, veía en el océano la materialización de la absurda existencia de los hombres. “Nunca esperes aguas tranquilas, que jamás hubo ni habrá, lánzate a tu meta con toda tu locura, y el resto déjaselo a la suerte”. Melville como Joseph Conrad y Malcolm Lowry, pertenecen a esa añeja tradición anglosajona de marinos que se convirtieron en importantes narradores. Todos vieron en el mar al mismo tiempo la encarnación del mal, así como la grandeza más sublime.

Orquesta para el Titanic
Este 15 de abril se cumplen 100 años del hundimiento del Titanic, que cobrara en 1912 la vida de mil 517 pasajeros. Como el cine y su industria siempre se adelanta a la realidad, la película de James Cameron —que transformara una tragedia en un espectáculo melodramático de gran alcance comercial—, será relanzada 15 años después de su estreno en 3D en las salas de todo el planeta. Para algunos infecta de estética, para otros el epítome del cine cursi y lacrimoso, no cabe duda que la épica marina del director canadiense marcó un antes y un después en la ficción cinematográfica. Me quedo con la escena de la orquesta, que en pleno naufragio se dedica a tocar una melodía tras otra, convirtiendo este acto inverosímil en el catalizador de la historia, obligándonos a comprender las dimensiones humanas de la tragedia.

Hundimientos de hoy y de siempre
El reciente naufragio del crucero italiano Costa Concordia, frente a la isla de Giglio, nos recuerda nuevamente la delgada línea que separa la ficción de la realidad. El capitán Francesco Schettino se pone a salvo antes que la mayoría de los tripulantes. Ya en la costa, en lugar de huir se queda a presenciar el prodigio al igual que todos los habitantes del pequeño puerto. Apresado por la policía, es acusado como responsable por el accidente que terminaría con 11 muertos y 22 desaparecidos. En todas las fotografías, Schettino aparece ensimismado, consciente tal vez —como un antihéroe de Albert Camus— de que extrañas furias habían firmado su destino sin su consentimiento.
Los naufragios son muertes lentas. Agonías de nuestros milagros tecnológicos y de nuestros propios cuerpos, frágiles y no diseñados para las profundidades. En el comienzo de Los versos satánicos, el personaje principal se precipita hacia el mar. En su caída va perdiendo toda humanidad al tiempo que se transforma en un chivo. Su vida, sus sueños y su propia fe se ponen en duda mientras cae. Será, como escribe Salman Rushdie, que “sólo en el momento de la muerte comprenden las criaturas que la vida ha sido real y no una especie de sueño”.

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