El incendio indeleble

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En el documental La caverna de los sueños olvidados (2010), Werner Herzog filma por primera vez en Chauvet, Francia, pinturas rupestres de más de 30 mil años de antigí¼edad. El cineasta alemán resalta la sensibilidad de estos primeros artistas. Su trazo busca encerrar el movimiento de caballos, felinos y grandes mamíferos. Aunque no existe todavía una representación humana en estos vestigios, estas protopinturas son los trazos de una espiritualidad incipiente.
La pintura moderna rompió la figura y llevó en su abstracción a ver en el color la gran posibilidad para narrar la compleja –y violenta– transformación del hombre. Como escribe Paul Klee en su Diario a principios de 1915: “Cuanto más horrible se vuelve este mundo (como en nuestros días), más abstracto se vuelve el arte; mientras que un mundo en paz produce un arte realista”.
Como lo señaló Octavio Paz, “los mejores pintores abstraccionistas encontraron una suerte de lenguaje universal al redescubrir ciertas formas arquetípicas y que pertenecen al fondo común y más antiguo de los hombres”. Antoni Tí pies es parte de la estirpe de pintores revolucionarios que recuperan el trazo primitivo para entender las pesadillas de nuestro tiempo. Como lo reseñó Estrella De Diego, en una esquela publicada en El País el día de la muerte del pintor catalán (el pasado 6 de febrero), de su pintura “surgía la fuerza poderosa y precisa que implicaba a los espectadores en el ojo y la fisicidad y que en los últimos años era un reflexión sobre el dolor tanto físico como espiritual, continuación de esa especie de ruta del conocimiento que el arte parecía ser para él. De hecho, a pesar de lo tremendamente dúctil de su trabajo, siempre permanecía fiel a las preguntas primeras, las genuinas”.

La destrucción creativa
“El arte es una forma de gnosis”, dijo alguna vez Antoni Tí pies en una entrevista. A esta iluminación divina llegó tras un largo camino, no pocas veces tortuoso, en busca de su propio lenguaje. Abandonó la figura y la convirtió en signo. Las cruces, los números, las letras en su obra tienen una carga histórica, pero al mismo tiempo sólo aluden a una representación de la realidad, como la huella de la mano pintada por el primitivo. En su juventud, como lo señala el propio Tí pies, sus cuadros “se convirtieron en verdaderos campos de batalla de lo experimental. De manera infatigable y como loco, yo ponía todo mi empeño en transformar los materiales […] la destrucción, en mis cuadros, terminó en una calma estética”. El zen budista, que tanto admiraba, fluye en su obra a través de trazos iracundos y la manipulación de toda clase de materiales. Madera, piedras, polvo… los elementos de la Naturaleza y los transformados por el hombre (como zapatos o violines) parecen buscar su destino en medio del color.
Tí pies es moderno porque es contradictorio. Busca en la dialéctica entre violencia y espiritualidad una pintura que se exprese por sí misma, sin equívocos: fuera del tiempo pero como fiel espejo de la realidad. Carl G. Jung escribe en El hombre y sus símbolos, que el mejor arte moderno siempre tiene este aspecto doble: “En el sentido positivo es la expresión de un misticismo natural misteriosamente profundo; en el sentido negativo sólo puede ser interpretado como la expresión de un espíritu malo o destructivo. Los dos aspectos van juntos porque lo paradójico es una de las cualidades básicas del inconsciente y de sus contenidos”.
Octavio Paz, que colaboró con el pintor en varios proyectos, escribe en el poema “Diez líneas para Antoni Tí pies” un epitafio perfecto para el que es ya considerado junto a Picasso y Miró, como uno de los más grandes artistas españoles de todos los tiempos:

Sobre las superficies ciudadanas,
las deshojadas hojas de los días,
sobre los muros desollados, trazas
signos carbones, números en llamas.
Escritura indeleble del incendio,
sus testamentos y sus profecías
vueltos ya taciturnos resplandores.
Encarnaciones, desencarnaciones:
tu pintura es el lienzo de Verónica
de ese Cristo sin rostro que es el tiempo.

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