El imaginario Yoknapatawpha

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circa 1960: American author William Faulkner (1897 - 1962) stands outdoors, wearing a tweed overcoat and holding a pipe. (Photo by Hulton Archive/Getty Images)

Si a Macondo se llegó, gracias a un tiempo de errancia y de descubrimiento, aún cuando sus primeros pobladores olvidaron cómo nombrar los objetos conocidos y se vieron obligados a colgarles papeles que les recordaran sus señas y funcionamiento; y si al fantasmagórico Comala de Pedro Páramo, Juan Preciado lo conoció gracias a un pedimento: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo…”, y a las voces de los muertos; el condado de Yoknapatawpha, con su corazón: Jefferson, la profunda tierra sureña que William Faulkner (New Albany, 1897-Oxford, 1962, se celebran 50 años de su muerte) trazó para dotar de coordenadas a su universo literario, es en suma la atmósfera preñada de amor y odio del mismo autor.
La noción de lugar, de espacio –reseña Helena Beristáin–, que aglutina la sucesión de las acciones que, a la postre, constituirán los hechos relatados en una narración, es el vertedero de la historia, el marco que la aprisiona y, al mismo tiempo, la deja respirar, es decir, la deja ser. Los acontecimientos son dotados de una instancia: la espacialidad.
La pretensión de Faulkner al crear ese condado imaginario iba más allá de lo puramente estético. La ciudad Delicias, de Jesús Gardea, convertida en Placeres en su literatura –un escenario polvoriento y tocado sempiternamente por el sol–, se gesta más a través de una querencia emotiva y de ensoñación que por un afán de apego y distanciamiento a un mismo tiempo, como sí se da con Yoknapatawpha: “…su amor y su odio a su región natal estaban tan inextricablemente unidos que su pasión se convirtió en lucha de la voluntad contra sí misma… angustia, complacencia y alegría entrelazadas con que un hombre puede aborrecer la tierra sobre la que se yergue…”, escribe Alfred Kazin en “La retórica y la agonía” (Tierra nativa. Interpretación de medio siglo de literatura norteamericana, 1995).
Si en Comala sólo hay rastros de murmullos y extravío, o fragmentos de seres que se inclinan más por la precariedad y el silencio, en Yoknapatawpha sucede todo lo contrario: se trata del idílico sur de Estados Unidos, un “campo homérico de batalla –reseña Kazin–, […] la periferia misma de la existencia, esa barrera de la imaginación más allá de la cual no podía decirse que hubiese vida.” Y donde perviven, a contracorriente incluso, esas rancias familias, en contraposición con una población emergente –los negros, sobre todo– que restalla sus anhelos y convicciones en esa aristocracia que poco a poco, como un edificio viejo, se viene abajo. Allí hay un alto concepto de la vida atormentada y sus consecuencias.
En las últimas páginas de ¡Absalón, Absalón! (1936) aparece un minucioso mapa de “Jefferson, condado de Yoknapatawpha-Mississipi”, en el que se asienta que William Faulkner es su único dueño y propietario, y quien “cree todo lo referente a ese mundo de manera concreta, asombrosa: el mapa del condado no es una broma –escribe Elizabeth Hardwick en ‘Faulkner y el Sur en nuestros días’ (1997)–. Estamos ante un hombre que puede dar un paseo por la mañana y señalar el punto…”, por ejemplo, en que los buitres comenzaron a rondar el ataúd de Addie Bundren mientras trataban de llegar a Jefferson para poder darle sepultura en Mientras agonizo (1930); o el entramado laberíntico que se va armando en Santuario (1931): la búsqueda de Temple Drake, secuestrada por Popeye, que adquiere tintes de tragedia griega bajo el velo de un afán detectivesco.
En las coordenadas del citado mapa es posible encontrar a las familias que aparecen en la narrativa de Faulkner: los Sartoris (Sartoris, 1929), los Compson (El sonido y la furia, 1929), los Coldfield (¡Absalón, Absalón!), los Sutpen (Sartoris y ¡Absalón, Absalón!), los Bundren (Mientras agonizo), los Snopes (El villorio, 1940; La ciudad, 1957 y La mansión, 1959) y personajes de Santuario y Luz de agosto (1932). En el mundo faulkneriano, un “mundo cerrado, condenado y en el que los personajes reaparecen una y otra vez” (Juan García Ponce, Vuelta, 1997), éstos responden a esa identidad dada a través de Yoknapatawpha, porque se trata de un intento de reconquista del espacio imaginario, como Quasimodo en Nuestra señora de París (Víctor Hugo, 1831), quien dice que sucesivamente la catedral había sido para él “el huevo, el nido, la casa, la patria y el universo.” Así Yoknapatawpha: una órbita cerrada que, de modo contradictorio, tiende a la inmensidad.

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