El huésped del tiempo

948

País del cielo
La tarde del lunes 7 de noviembre, en la Ciudad de México, murió el poeta y ensayista español Tomás Segovia, a la edad de 84 años, quien llegó a nuestro país de la mano de su familia –expulsada por la Guerra Civil–, a la edad de trece años.
El conflicto, comandado por Francisco Franco, indujo a los Segovia a emigrar, primero, de Valencia a Francia; luego a Marruecos, para poco tiempo después engrosar la cifra de los refugiados que desde 1939 (y hasta 1942), viajarían a México en barco, donde el presidente Lázaro Cárdenas les había abierto las puertas. La guerra, de suyo grave, desarraigó a una enorme cantidad de españoles que en nuestro país (y en todo el continente) encontraron un espacio adecuado para vivir y desarrollarse; ello logró el florecimiento de una especie de Nueva cultura, que a la muerte del poeta valenciano, comienza a olvidarse y, en todo caso, a desaparecer.
En 1937 arribaron a México los infantes que luego se les reconocería como los “Niños de Morelia”; posteriormente (el 13 de junio de 1939) del buque Sinaia bajaría una nueva carga humana de 1639 refugiados de la Guerra Civil española, que tocaría tierra en el puerto de Veracruz –de un total de veinticinco mil inmigrantes hasta 1942. Se estima que la migración intelectual conformó, al menos el 25 por ciento del total de personas trasterradas, llenas de esperanza, a las tierras de este país de amplios cielos y rotundo sol; el resto contaba a obreros y campesinos, militares, marinos, pilotos, hombres de Estado y empresarios, estos últimos vinculados con el gobierno republicano que había sido derrotado por Franco.
Poco tiempo después serían comunes a nuestros labios los nombres de María Zambrano, Luis Buñuel, Rodolfo Halffter, Remedios Varo, Roberto Fernández Balbuena Bosch Gimpera, Manuel Márquez Rodríguez, Enrique Díez-Canedo, Joaquín Xirau, José Giral, José Puche, Juan Comas, Ignacio y Cándido Bolívar, José Gaos, Adolfo Salazar, Antonio Sacristán, Pí Suñer, Bernardo Giner de los Ríos, Max Aub, Emilio Prados, Eduardo Ugarte, Pedro Garfias, Luis Recaséns Siches, Eugenio Imaz, Alardo Prats, Agustí Bartra, Juan Rejano, León Felipe, Ceferino e Isabel Palencia, Ricardo Vinós, Rubén Landa, Margarita Nelken, Adrián Vilalta, Concha Méndez, Demófilo Mariano Ruiz-Funes, José Miaja, Enrique F. Gual Otto Mayer Serra, José Ertze Garamendi, José Manuel Gallegos Rocafull, Juan Naves, Juan Larrea, José Bergamín, y, también, Tomás Segovia, que apenas era un niño de trece años cuando llegó a México.
A ese niño lo recordaría un poema:

Yo vengo de la sombra,
blanco como un niño
que duele
con tanta luz,
y traigo un llanto oscuro
que da miedo
con tanta luz.

Es demasiada.

Luz de aquí
De la oscuridad a la luz. De la desfiguración del ser a la presencia. De la presencia a la esencial figura: el camino alcanzado por Tomás Segovia. ¿Fue la libación de la luz mexicana un elíxir providencial? ¿Una pócima que logró convertir al niño (que llegó de las brumas del mar de la historia) en sustancia para la poesía y el pensamiento?
La cultura mexicana y, en todo caso toda la de la América ¿tuvo, entonces, alguna vez un alto sentido de claridad? ¿Cuándo se perdió el antiguo tiempo en que fue un cardumen iridiscente que iluminaba todo con gran fuerza? ¿Fue verdad esa fuerza y otorgó la energía vital para convertir lo oscuro en brisa que irradia?
Lo fue al menos para Segovia, quien a partir de 1945 —ya en su primera edad— inició su renovada línea de vida hacia la conversión de la transparencia en luz propia, que en 1950 se convirtió en La luz provisional.
Dos años antes había aparecido públicamente para ofrecer conferencias y traducciones para el Fondo de Cultura Económica, y aportaciones para el cine, la radio, y difusión cultural en la Universidad Nacional. Sus oficios primeros lo llevaron a Montevideo, después a París y a Estados Unidos, empeñándose como investigador en El Colegio de México, donde trabajó hasta 1984. Seguirían en su vida los viajes y el engrandecimiento de su obra ensayística y poética. El arduo trabajo solamente lo detuvo la muerte.

Anagnórisis
El centro de la poesía de Tomás Segovia es su poema Anagnórisis, aparecido ante los ojos de los lectores por vez primera en 1967. Este trabajo es la sede de una memoria. El poeta entrelaza su vida a la palabra y ésta convierte en poema una trayectoria esencial de su ser. Es, su poema, el contacto directo con la existencia, la historia personal y, sobre todo, un artificio poético que parte en dos al rapsoda: es el cimiento de una experiencia; es el desdoblamiento y la fijación histórica en esta tierra, en este mundo.
El texto se compone entre París y Montevideo, y es una reflexión humana contundente que permite a Segovia realizar una profunda reflexión “para acordarme de por qué he vivido”, como él mismo lo declara. Se levanta “la niebla me sepulta” y Segovia nos lleva por un laberinto y apenas da señales para lograr que podamos seguirlo, porque la sinfonía expresada en lenguaje, en escritura, no mantiene un rumbo definido para todos aquellos que no seamos Tomás Segovia en esta vida.
Es un poema diario. Es un poema preludio. Son estancias vibrantes escuchadas a la mitad de un camino. Los sonidos nos conducen, es cierto, y nos pierden, porque es un concierto de sentimientos, de emociones, de dictámenes, de descubrimientos, de reflexión, de rebelión, de resignación, de humanidad, pero también de contemplación y de deseo.
“En este concierto de sentidos todo se metamorfosea: los seres humanos se descomponen (seres bultos y voces duermen juntos), pierden sus contornos (surgen formas) y los elementos de la naturaleza participan de este festival musical una vez dotados de capacidad sensorial (habla a solas el sol en el poniente / mas toca su lejana voz de oro). Prosopopeyas y personificaciones se suceden para hacer de los sujetos de la naturaleza los principales instrumentos de la representación musical. Conviene por ello mostrar cómo el trabajo de memoria va a unificar esta sinfonía de sentidos. La memoria del poeta, convidada al banquete en la hora del balance, va a declinarse bajo dos formas: el elemento humano (mediante la personificación) y el agua”, como ha dicho otro sevillano, Manuel de Diego Balbuena Pantoja, en un espléndido ensayo sobre el libro.

Señales y pronunciamientos
En noviembre de 2005 Tomás Segovia estuvo en Guadalajara para recibir el que sería el último Premio Juan Rulfo de la FIL. Lo vi, lo contemplé, y sobre todo lo escuché: “…quien recibe un regalo inesperado no puede dejar de pensar, aunque sólo sea durante algunos segundos, que tal vez es un error y que acaso el regalo no sólo es inesperado, sino también inmerecido” –dijo–. “Precisamente en lo primero que pienso cuando me sorprende que me premien es en que yo soy probablemente un escritor marginal pero no marginado.”
“Esta época mía, nuestra, eso que solemos llamar la modernidad, nace con el triunfo de la desconfianza frente al pasado. La duda, ese hábito occidental, que empieza en Europa, con Descartes, siendo metafísica y trascendental, acaba aterrizando en la realidad y poniendo en duda la religión, el origen divino del poder, la autoridad de la tradición y de las creencias. Esa modernidad no tarda en afianzarse rechazando todo pasado, del que no sólo desconfía, sino del que además reniega.”
“Desde mi nacimiento, yo he estado siempre dentro y fuera de los lugares, de los grupos, de las familias, de las comunidades donde he vivido. La orfandad y el exilio son las manifestaciones más fácilmente reconocibles de esa peculiaridad, pero son sólo dos entre muchos otros ejemplos. Si he vivido tantos desarraigos, ¿cómo no sentirme también más o menos desarraigado del suelo del pensamiento compartido en el mundo y la época que me tocó vivir?”

Cantata a solas
Es del futuro de lo que yo tengo nostalgia –¿lo soñó?, ¿lo soñé?, ¿lo dijo Tomás Segovia? ¿Sus palabras a qué futuro se referían?
Posiblemente a este:

No soy el que yo digo
Soy el que dices tú
Pulverizamos la complicidad
con que me miro sin tus ojos
Me salgo de mis pieles
Me abalanzo a habitar en
el abismo
un lugar inasible…

Artículo anteriorKevin Johansen
Artículo siguienteReconocen labor