El fracaso de Prometeo

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Prometeo robó el fuego del Olimpo y se lo entregó a los mortales. El dios Zeus, celoso de los privilegios divinos que se habían derramado sobre los hombres, lo castigó. Los mortales, sin embargo, lograron otorgarse calor con el ardor de la flama. Al parecer, después de todo, Prometeo tenía razón.

Pero en los albores del siglo XIX no había mucho espacio para hombres dignos del secreto de la vida, ni para dioses vengativos. Cuando Mary Shelley se propuso hacer un moderno Prometeo que devolviera, a través de la ciencia y una chispa de electricidad caída del cielo, el fuego de la vida después de la muerte a los mortales, les entregó a un ser aparentemente deforme hilvanado con las peores partes de la humanidad. Un ente, ni siquiera hombre, ni digno de nombre, en el que se concentraba todo aquello que debería haber permanecido muerto.

Hija del filósofo William Godwin y la filósofa Mary Wollstonecraft, Mary tuvo una formación que le permitió adelantarse en muchos sentidos a su época y, al mismo tiempo, a oponérsele. Concebía una rara paradoja en la que criticaba el individualismo exacerbado de los humanos sobre un mundo desesperanzador y fundamentalmente egoísta, pero también parecía confiar en un sentido de colaboración capaz de resarcir lo que el hombre en su soledad se había provocado.

Shelley no tenía ni veinte años cuando lo escribió, pero ya había sufrido el repudio social por un embarazo reprobable producto de su relación con el escritor Percy Shelley, quien entonces era un hombre casado. En una esfera de escritores e intelectuales que parecía avanzar a un ritmo distinto al del resto del mundo, Mary Shelley, Percy Shelley (ahora su marido), Lord Byron y John William Polidori se confesaban defensores del amor libre y compartían —presumiblemente— además de escenas eróticas, proyectos de escritura. Como el que en el verano de 1816 surgió producto de una apuesta entre estos egos competitivos. Fue idea de Byron y el planteamiento era simple: se trataba de escribir una novela de terror en una sola noche. Sólo Polidori lo consiguió, escribió Vampiro que se publicaría tres años después.

Pero para Mary Shelley la propuesta había calado hondo, al punto de que en las noches subsiguientes confiesa haber tenido pesadillas en torno a una idea que no la dejaba dormir: el poder de la electricidad y la posibilidad de obtener el secreto de la vida con todas las implicaciones —desde su punto de vista terroríficas— éticas que tal develación podría traer a una humanidad tan poco preparada para recibirla.

No escribió Frankenstein o el moderno Prometeo en una noche. Pero una vez que comenzó, sólo le tomó algunas semanas terminarlo. Sorpresivamente, cuando se publicó en 1818, el recibimiento fue acogedor y su sorpresa monumental.

El nivel decadente y pesimista de la obra no parecía asustar a un lector que, entonces, interpretó la novela como una crítica al necio intento humano por hacerse pasar por dios. Era, de hecho, una corroboración bastante conservadora de un ostracismo religioso; interpretación de la que hoy podemos darnos el lujo de dudar. Otra de sus obras, El último hombre (1826), continuó por la línea de la desesperanza, aunque en esta novela apocalíptica la crítica se dirigía claramente hacia el hombre carente de cualquier figura divina. Fue tachada de excesivamente cruel, reprobada entonces y olvidada.

A la luz de una revaloración incluso de su obra más famosa, Frankenstein no es una novela sobre el error del hombre científico que reta a la naturaleza divina de la creación. No critica al hombre que da vida a un ser que emerge de muchos otros, lleno de posibilidades y colmado de una inicial bondad inocente; critica empero a un Perseo débil, incapaz de defender su creación y a una sociedad retrógrada, que sin estar preparada para recibir el fuego divino lo convierte de tajo en amarga ceniza, en un espejo que le devuelve en forma de monstruo su propio rostro.

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