El fervoroso encanto

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Más que a José Clemente Orozco –es clara la influencia del zapotlense en su obra–, la figura del pintor Antonio Ramírez recuerda a la de Gerardo Murillo, de quien también ha bebido sabiduría. Hay, en todo caso, un acercamiento visible a ambos artistas jaliscienses. Del primero están las claras huellas en el rigor de los trazos de su dibujo (y en temas en que las preocupaciones sociopolíticas cobran relevancia); del segundo están los rasgos impregnados en sus colores: vivos, vibrantes y atrevidos.
La evolución plástica de Antonio Ramírez ha venido resolviéndose con efectividad a lo largo del tiempo: hace veinticinco años –cuando lo conocí y junto a él leí parte de El Capital, de Marx– su obra se establecía muy cercana a la de los pintores del realismo socialista; en la actualidad –y desde no hace poco–, sus manos han fijado en sus lienzos, litografías, grabados, serigrafías y murales, un tema muy personal que ya lo caracteriza: el erotismo.
Lo que la religión nos ha dicho es pecado; eso donde se advierten los más altos sentidos de la humanidad; el punto exacto donde la intimidad de los cuerpos es fulgor; el juego donde se encuentra, en el mejor de los casos, nuestra creatividad y se puede llegar, a decir de Bataille, a exactas alturas incluso místicas; en lo que Anaí¯s Nin aclara “es una de las bases del conocimiento de uno mismo, tan indispensable como la poesía”; en esa fuerza y vitalidad donde podemos ser estúpidos o energía fluida; allí donde el lenguaje es distinto y a veces una forma del silencio y otras del grito o alarido; en el acto donde el Tiempo se suspende y llegamos a la muerte y, luego, otra vez a la vida, y somos delirantes o timoratos; en lo prohibido y también dulce y violento y gratificante; o donde somos claros y oscuros, porque “el deseo erótico es el deseo específico del otro sexo” –como acabo de leer en la Enciclopedia Ilustrada de Sexología y Erotismo, preparada por Lo Duca y editara en tres tomos la editorial Daimon–, es donde confluye la vida y la obra del artista Ramírez y nos entrega mejores y más exquisitas imágenes, siguiendo una antigua tradición que nos llegó desde, podríamos decir, la aparición de los seres humanos, ya que: “En su extrema sublimación, el erotismo engendra un estado general de tensión, una especie de conmoción interna propicia a las creaciones del espíritu; esta noción afecta especialmente a todo el dominio del arte” –como vuelvo a leer.
Ya otras veces hemos disfrutado de los arrebatos épicos de la Ilíada en los cuadros de Antonio Ramírez, hemos visto a una mujer desnuda cargada por la muchedumbre entre las luces de una ciudad. Ahora logramos sentir la sensación del vértigo a la hora de tocar el cuerpo de una mujer. Inclinamos, entonces, nuestro cuerpo desnudo hasta alcanzar el sexo femenino y dejamos entrar nuestra carne sexual en la boca de la mujer. ¿O es quizá que la penetramos y somos gozados en el instante mismo en el cual los labios mojan nuestro sexo y hundimos nuestra lengua hasta encontrarnos a nosotros en la delicia? ¿Podría ser real lo siguiente: colocar a la amada en decúbito prono y, en seguida, arquearnos para encontrar la posición exacta y entrar hasta su profundidad y allí permanecer por una eternidad, porque somos quizá los personajes en el espacio amatorio visto por Ramírez? No hay, por cierto, lujuria en los esbozos del dibujante. Está al desnudo la insinuación. Se sostiene en el encanto de la mirada. Resisten los cuerpos y se hacen eternos. Se colocan diligentes en las estructuras de carne. No vibran: todo está por acontecer. En un mínimo de líneas hace del movimiento una suspensión amatoria y realiza con perfección, propia de su arte, un estudio de la conducta erótica humana. No hay dogmatismo en las imágenes: existe solamente el momento lúdico del encuentro.
“El cuerpo es el ámbito en el que lo antagónico se vuelve idéntico”, pudo haber dicho Salvador Elizondo de los dibujos de Ramírez. O: “Somos reales sólo en la medida en que somos un solipsismo de nosotros mismos…”.

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