El embauque de la ficción

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GRA192. MADRID, 13/1172013.- El escritor peruano Mario Vargas LLosa (C), la directora teatral Magüi Mira (d), y la cantante y actriz Ana Belén, durante la presentación de la obra "Kathie y el hipopótamo", hoy en el Matadero de Madrid. La obra, una reflexión sobre el origen de los relatos dirigida por Mira para el Teatro Español, cuenta con texto de Vargas Llosa, y está protagonizada por la artista. EFE/Kote Rodrigo

En su libro de ensayos La verdad de las mentiras, Mario Vargas Llosa nos dice, a propósito de la narrativa literaria, que el fin que persigue no es otro sino el de mentir, y que no hay nada que la pueda apartar de su irrenunciable circunstancia, pero que a la vez muestra una verdad que tan sólo alcanza a expresarse de manera “encubierta, disfrazada de lo que no es”. Y esto es así porque “los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un deseo insatisfecho”.

Kathie y el hipopótamo, una de las obras de teatro de Vargas Llosa, no podría adaptarse mejor a estos conceptos. De esta pieza, que será puesta en escena durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, su propio autor dice que cuando la escribió “ni siquiera sabía que su tema profundo eran las relaciones entre la vida y la ficción, alquimia que me fascina porque la entiendo menos cuanto más la practico. Mi intención era escribir una farsa, llevada hasta las puertas de la irrealidad (pero no más allá, porque la total irrealidad es aburrida)”. Y al fin y al cabo no es otra cosa que “un juego en el que tarde o temprano descubrimos […] que se juega a la verdad melancólica de lo que quisiéramos ser, o a la verdad truculenta de los que haríamos cualquier cosa por no ser”.

Lo que hay en este drama es la historia de Kathie, la esposa de un banquero que contrata a un escritor frustrado que soñó con ser un Victor Hugo, para que le ayude a escribir un libro sobre las aventuras exóticas que ella nunca vivirá por el mundo, y que serán ideadas y redactadas en un estudio en Lima durante los años sesenta, al que luego de acondicionar para el caso, llaman la “buhardilla de París”. Personajes en los que se confunden su fantasía y su realidad, que transmutan de identidad sin cesar, alentados por un deseo, una palabra. Pantallas que proyectan un obsesivo zapping de personalidades que son tanto y nada, y a las que asisten dos presencias más, constantes pero inasibles, de materia “fantasmal”, estacionadas en su memoria por el recuerdo o la fantasía.

 

Y todo ello, dice Vargas Llosa, se hace transgrediendo “los límites convencionales de la normalidad”, yendo y viniendo de lo objetivo a lo subjetivo, con los “excesos de palabra y gesto” que no quieren generar la risa fácil a través de “la estilización brutal de la experiencia humana”, pero sí llevar al espectador a “aceptar la confusión” de la realidad, donde se mezclen “lo visible y lo invisible, lo sucedido y lo soñado, el presente y el ayer”. Porque al final, “el asunto profundo de Kathie y el hipopótamo es, acaso, la naturaleza del teatro en particular y la de la ficción en general: la que se escribe y se lee, pero, sobre todo, la que, sin saberlo, practican los seres humanos en su vida diaria”.

Tal vez por eso para el escritor peruano el teatro siempre ha sido su “primer amor”, y al que nunca renunció. Ya ha dicho que “si en la Lima de los años cincuenta, donde comencé a escribir, hubiera habido un movimiento teatral, es probable que, en vez de novelista, hubiera sido dramaturgo”. Y así, aunque se dedicó a otros géneros, su vehemencia por el teatro “continuó palpitando, allí en la sombra, y dando señales de vida cada cierto número de años”, con las obras que ha creado. Porque “escribirlas fue siempre un placer, y, también, una lección de modestia y de síntesis, pues, a diferencia del novelista, todopoderoso y libérrimo, el autor de teatro tiene que aceptar su condición de mera pieza en un mecanismo” que involucra demasiados aspectos para su éxito o fracaso.

El teatro, dice Vargas Llosa, no es la vida, sino eso mismo, el teatro; otra vida pero de mentiras, de ficción. Y a pesar de que muchos se han empeñado en decir que el género debe propagar “la verdad” en diferentes sentidos, “la misión del teatro —de la ficción en general— es fraguar ilusiones, embaucar”. Añade: “Lo que en la vida real nos falta, dando orden y lógica a lo que en nuestra experiencia es caos y absurdo, o, por el contrario, impregnando locura, misterio, riesgo, a lo que es sensatez, rutina, seguridad”.

Dice Kathie: “Allá abajo se queda la señora llena de compromisos, la esposa del banquero. Aquí soy […] una mujer a ratos soltera, a veces viuda, a veces casada, a ratos santa y a ratos traviesa”. Santiago le responde: “Abajo se queda el periodista de La Crónica, que escribe mediocres artículos por un sueldo todavía más mediocre. Aquí nace […] el prosista, intelectual, creador, soñador, inventor, árbitro de la inteligencia, súmmum del buen gusto. Aquí […] tengo los amores que nunca tuve, y vivo las tragedias griegas que espero no tener”.

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