El deber el poder y la venganza

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Un balón de futbol traza una parábola en al aire y cae en medio de un alboroto de niños que corrían en un nube de polvo tras la camioneta blanca que cruza la estepa árida de algún sitio indefinido de ífrica, gritando “How are you?”.
Las primeras escenas de En un mundo mejor desconciertan tanto por su serena belleza como por la expectativa prejuiciada con base en su país de origen: Dinamarca. Pero Susanne Bier, directora también de Hermanos (2004) y Cosas que perdimos en el fuego (2007) no se apresura. Los paisajes nórdicos vendrán: bosques densos, pastos que se mecen con el mar oscuro de fondo, muelles industriales y casas de madera con techo a dos aguas.
A lo largo de dos horas casi exactas, los actos que sientan la violencia como premisa y desvelan las distintas reacciones de los personajes quedan envueltos en estas contemplaciones del ambiente natural, en las que los sonidos del viento se traslapan con una música borboteante, como una metáfora espacial del tiempo que Anton, Marianne, Elias y Christian pasan repasando en silencio y soledad lo que ocurre, sin intromisiones sensacionales del narrador: Bier toma ciertos matices del lenguaje documental para mostrar cinco nodos centrados en la venganza, que es el título original: Hí¦vnen.
Anton (Mikael Persbrandt), aunque no es el protagonista, sí es un eje activo en las cuatro historias. Mientras que un guerrillero extirpa fetos a cuchilladas para adivinar su sexo en los alrededores del precario campamento que recuerda a los de Médicos Sin Fronteras donde trabaja Anton, el divorcio con Marianne (Trine Dyrholm) parece inminente, y el acoso a su hijo Elias (Markus Rygaard) es menospreciado por las autoridades escolares hasta que Christian (William Jí¸hnk Juels Nielsen) se venga por él y por sí mismo con una crueldad y rabia que también desborda contra su padre (Ulrich Thomsen) tras la reciente muerte de su madre. Más áun, su ira va a encontrar nuevos y más destructivos pretextos cuando presencie la impavidez de Anton ante las provocaciones de un tipo tosco y bruto, cuyas consecuencias tejen el quinto nudo.
Poco a poco, los cinco caminos hacia la venganza progresan cruzándose con una naturalidad que el guión de Anders Thomas Jensen esculpe en situaciones perfectamente nítidas y ceñidas al argumento; hasta llegar a una variedad de resoluciones tan equilibradas que no hay una conclusión moral ni obvia ni imperante, pero tampoco vaga.
Además de una belleza fotográfica que no teme fijar la cámara en, desde o hacia sitios aparentemente irrelevantes, quizás la mayor virtud de En un mundo mejor es la sutileza. Pueden pasar desapercibidas, como partes del decorado o el flujo narrativo, pero hay señales inequívocas de que los autores usaron tres lentes para ver de cerca los mecanismos de la venganza: el poder, el deber y el aislamiento.
Las primeras dos se vuelven visibles casi transcritas en algunos diálogos, pero también se mezclan con la tercera: niños y adultos conviven en una comunicación más o menos fática, de oídos sordos, desinterés parcial o incluso franco rechazo. En ese espacio vacío, Elias y Christian desarrollan casi las mismas capacidades que los adultos: pueden transportarse a donde quieran en sus bicicletas, pueden entrar y salir de cualquier sitio porque al parecer, en Dinamarca nadie pone llave a las puertas, pueden aprender cualquier cosa en internet, pueden usar las herramientas del taller abandonado del abuelo de Christian, pueden herir. Pero la diferencia entre unos y otros, y lo que los acerca al final del relato no es el poder, sino el deber y la expiación.
Siguiendo esta lógica, sin embargo, llegamos a una objeción. Si en lo que respecta a Elias y Christian, la exposición y ejecución de la violencia y la venganza conduce a la maduración individual no asistidos sino enfrentados a sus padres, en el nudo africano esta misma exposición, ejecución y enfrentamiento (en la figura de Anton) conduce a todo lo contrario; es decir, al subdesarrollo en lugar del crecimiento; y además despersonalizado, masivo, pues ninguno de los personajes africanos trasciende el tipo. Huelga decir que lo anterior no es la objeción, sino su argumento. Lo criticable es la obvia postura del “otro” que se deduce de esta perspectiva.

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