El Clézio la otredad en la mirada

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La Feria Internacional del Libro comienza a presumir sus platos fuertes: así como el año pasado la noticia de que el Premio Nobel de 2006, Orhan Pamuk, abriría el salón literario avivó los ánimos desde meses antes, este año la noticia de que el premio Nobel de literatura 2008, Jean-Marie Gustave Le Clézio, abrirá el salón literario de este año es la primera gran expectativa en el programa.
La cita es todavía lejana, pero ya se apunta en la agenda de más de alguno: domingo 28 de noviembre de las 12:00 hasta las 13:20 horas en el Auditorio Juan Rulfo. El título de la anunciada como conferencia magistral es “Literatura intercultural”, si bien la advertencia de que estará acompañado por el historiador mexicano de raíces francesas Jean Meyer hace sospechar que, al igual que el año pasado, el evento no será una conferencia magistral sino un diálogo público.
Sin duda, un coloquio de gran interés, dado el alto nivel intelectual de los interlocutores y los puntos en común que comparten. Especialmente por el lado de Le Clézio, el tema resulta hecho a medida: nacido en Niza (igual que Meyer), pasó su infancia en Nigeria, y ha repartido su vida por temporadas en diversos países: Tailandia, Panamá, Estados Unidos, Francia, Mauricio y México, sobre el que ha escrito tres libros: El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido (ensayo histórico, 1965), La conquista divina de Michoacán (tesis doctoral, 1988), Diego y Frida (biografía, 1993) y Urania (novela, 2006).
Por todo esto, en el marco de las fiestas patrias del Bicentenario, este 14 de septiembre el presidente Felipe Calderón lo condecoró con la Orden del íguila Azteca, máxima distinción del gobierno mexicano “con el objeto de reconocer los servicios prominentes prestados a la Nación Mexicana o a la humanidad, y corresponder por cortesía, en casos excepcionales, a las distinciones de que sean objeto los funcionarios mexicanos”, según indica la Ley de Premios, Estímulos y Recompensas Civiles.
Pero no sólo México le ha servido como fuente de inspiración, sino el tercer mundo en general. Tras un periodo de afinidad al noveau roman que abarcó hasta mediados de la década de los setenta, muchas de sus novelas han tejido su trama entre las bellezas naturales y las miserias sociales de países africanos, principalmente.
Con todo, la suya no es una pluma que denuncie, ni que registre, ni, a diferencia de otras que rozan los mismos tópicos. Sus viajes y experiencia parecen haber labrado otro tipo de discurso, menos comprometido pero también menos ingenuo, a pesar de la contradicción.
Así también se puede leer su conferencia magistral al aceptar el Nobel (El bosque de las paradojas), donde dice: “¿Por qué escribir, entonces? Desde hace ya un tiempo que el escritor no tiene la presunción de creer que va a cambiar el mundo, que dará nacimiento a través de sus novelas a un mejor modelo de vida. Más simplemente, quiere atestiguar. Mirar ese otro árbol en el bosque de paradojas. El escritor quiere ser testigo cuando no es, la mayor parte del tiempo, sino un simple voyeur.”
Una literatura de recuerdo, de memorias a veces más (Urania) a veces menos (El africano) ficcionada, que se adorna con frases de cierta poética que a muchos fascina pero no a todos encanta. Ahora parece olvidado, pero hace dos años la noticia de su designación fue sorpresiva y no exenta de críticas, a pesar de los mejores elogios de la Academia Sueca, que en su boletín de prensa lo calificaba como “un autor de nuevos puntos de partida, aventura poética y éxtasis sensual; explorador de una humanidad más allá y por debajo de la civilización dominante”.

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