El chispazo de la vivencia

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El poblado minero de Pinos, en la sierra zacatecana, fue su primer escenario. Ahí nació y creció al ritmo de una vida lenta, que daba para la contemplación del paisaje austero y de sus pobladores, taciturnos, de semblante monacal. Desde la biblioteca de su padre, a través de amplios ventanales, la niña Amparo Dávila vio pasar, por la calle, el viento de todos los días, duramente frío, interminable, silbante; la gente que iba a sus quehaceres, las procesiones mortuorias rumbo al cementerio, los animales en su vagabundeo diario, imbuida de la languidez propia de un lugar silencioso y apartado.

Tras la muerte de su último hermano (tuvo tres), se refugió en ese sitio lleno de libros. Allí conoció, entre otros textos, La Divina Comedia de Dante ilustrada por Gustave Doré, a la que le dedicó horas y más horas. En esa soledad buscada, y bajo la mirada complaciente de su padre, aquella niña, como una loca de la casa, cultivaría su apego por el soliloquio, por el monólogo, por la divagación, por la lectura y, por supuesto, por la escritura. Como tantos otros grandes cuentistas y novelistas, fue antes poeta. Sus primeros libros publicados fueron de poesía: Salmos bajo la luna (1950), Meditación a la orilla del sueño y Perfil de soledades (ambos de 1954).

La vida de Amparo Dávila hace pensar en lo tratado por Virginia Woolf en su libro En un cuarto propio: para escribir es necesario tener las condiciones necesarias; antes que todo, un sitio donde poder hacerlo. En la época victoriana de Woolf, ella deseaba tener una habitación para dedicarse a la escritura las horas que quisiera, porque se veía obligada a hacerlo en la sala, mientras los señores conversaban, bebían té y fumaban. Después, por supuesto, estaban las condiciones impuestas a la vida de las mujeres, que se repartían entre la existencia de hogar, las tareas sociales y las convenciones de comportamiento: lo que se esperaba de ellas no era precisamente que fueran escritoras.

En el caso de Amparo, lo primero que tuvo que vencer para escribir fue la reticencia y negativa de su padre. Cuando le dijo que se mudaría a la Ciudad de México porque deseaba dedicarse a escribir, éste le dijo: “Eso es una insensatez, porque para escribir se necesita talento… originalidad. […] Hay gentes importantísimas, tú eres una mocosa insignificante”. A pesar de todo, se marchó a la ciudad, en tanto su padre se mantuvo desconfiado de que su hija pudiera lograr gran cosa con aquella tarea que consideraba propia de hombres y de tipos más bien renombrados. En 1959 apareció Tiempo destrozado, su primer libro de cuentos, que lleva una dedicatoria simple pero categórica: “A mi padre”.

De esa mujer poeta quedaría poco en su prosa, donde le apuesta, más que a la inspiración o a manifestaciones del espíritu, a lo vivencial, a lo sensorial. La vivencia es el chispazo que detona la hoguera que se viene, aunque conforme avanza el cuento “me desligo” y camina solo. Música concreta y Árboles petrificados vendrían a cristalizar la poética que había puesto ya en marcha, que no le adelantaba nada al lector y cuyo mecanismo deslumbra por su pura simpleza: un planteamiento, un nudo y un desenlace. Sin embargo, entre el engranaje de uno y otro asoman ingredientes como lo no dicho, que encuentra plenitud en la teoría del iceberg que pregonaba Ernest Hemingway.

Sus cuentos no dicen todo, no requieren decirlo, porque el lector, como lo llegó a afirmar en una entrevista, toma el relevo al momento de adentrarse en el texto. Sí hay en sus cuentos esos elementos que se les han señalado a lo largo del tiempo: atmósferas extrañas, personajes sufrientes, miedo, cosas inexplicables: todo ello contribuye a que sus historias sufran irrupciones que las llevan por rutas inesperadas, con finales sorpresivos y que dejan helado a más de uno. Aunque apareció no hace mucho un libro más de cuentos (Con los ojos abiertos, 2008), con esos primeros tres publicados entre 1959 y 1977 me da la impresión de que dijo todo lo que quería decir sobre el cuento.

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