El Chéjov americano

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B&W File 1979. Author John Cheever in 1979 at the Croton railroad station in Westchester County, New York. Photo by Donal (cq) F. Holway FTWP. [flatbed scan 06-30-04]

Un mal día, el avión en el que viajaba Francis Weed, tuvo que hacer un aterrizaje forzoso luego de encontrar un tiempo tormentoso. El mal rato pasó y Francis llegó a casa. Sin sospechar, por supuesto, que el verdadero desplome en su existencia estaba por comenzar. Después de todo, Francis no era otro que “El marido rural”, una de las historias fundamentales de John Cheever, escritor estadunidense, maestro en el arte del relato moderno, que el 27 de mayo cumpliría cien años.
Este prodigio de la narrativa marcó un hito en la trascendencia de Cheever. Él mismo dijo que es un cuento que “culmina con algo así como diecisiete imágenes. […] Todo eso al mismo tiempo, y es un efecto maravilloso. Es una de las cosas más excitantes que le puede suceder a uno, pienso. Recuerdo haberlo escrito y salir corriendo de la habitación gritando ‘¡miren!, ¡miren!’”.
Truman Capote y Vladimir Nabokov tampoco escatimaron elogios sobre “El marido rural”. De hecho Nabokov lo incluía en su programa de lecturas en Cornell University, como bien apunta Rodrigo Fresán, el más entusiasta traductor de Cheever al español.
Cheever nació y creció en la imperturbable Quincy, Massachussetts de 1912 y fue expulsado de la escuela cuando lo encontraron fumando. De aquella anécdota surgiría su primer cuento, “El expulsado”, publicado a los 17 años en The New Republic y que abriría la puerta de donde los acontecimientos que lo definirían como escritor comenzaban a emanar, más allá de la crítica, el impulso incestuoso y el Pulitzer. Ya en Nueva York, la vida hechizada de los suburbios cobraría vida en sus perturbadoras historias. De su pluma surgió una espiral de “expulsados”, con la perfección de conjuntos de Mandelbrot desdoblándose en cada cuento.
En sus relatos, Cheever se inclina por hurgar en el amoroso tedio de las recámaras ajenas, donde los esposos duermen dándose la espalda, en el filete para la cena, los patios con hojas secas, las reuniones o el trayecto al trabajo: “Se gasta tanta energía en perpetuar al pueblo —eliminar a los indeseables y cosas por el estilo— que la única idea de la gente acerca del futuro es tener más trenes suburbanos y organizar más reuniones”. Pero su propia vida no estuvo de ningún modo ajena al repicar de una conciencia atormentada.
En el obituario que publicó The New York Times en junio de 1982, lo describió como “una especie de Chéjov americano, que poseía la habilidad de encontrar resonancia espiritual en la inconsecuencia aparente de los sucesos de la vida diaria”. Cheever descendió al pozo de lo diario porque no tenía alternativa. Allí sus fuerzas y deseos tiraban sin cesar. Se casó con Mary Winternitz y tuvo la certeza de un presagio: “Quienes se llaman John y Mary jamás se divorcian. Para bien o para mal, en la locura y en la cordura, parece que su nomenclatura rudimentaria los condena a estar juntos para toda la eternidad”. Tuvieron hijos, se mudaron algunas veces y pasaron penurias económicas. Pero el fantasma que durmió bajo la cama de Cheever, su alcoholismo y homosexualidad, marcó el ritmo de las constantes crisis emocionales.
A la par de los relatos y novelas, escribía sus diarios en cuadernos rayados que revelan el desarrollo literario tan perfecto como un cálculo matemático de lo espiritual. Bellos y sombríos, nos acercan al Cheever que sí murió hace 20 años: “Los blues de recoger los pedazos. Estoy triste todo el tiempo. Los blues de recoger los pedazos, no puedo ordenar los pedazos. Los blues de recoger los pedazos, pero el rompecabezas no es mío”. Su hijo Benjamin los publicó según su deseo. Un pacto de empatía entre el escritor y el lector abrumados: “Lo que llamamos pena o dolor suele ser nuestra incapacidad para entablar una relación viable con el mundo, con este paraíso casi perdido”.
En sus últimos años, Cheever todavía dudaba de sí: “Ahora que me falta la euforia del whisky, me pregunto si no carezco de inteligencia para afrontar mis problemas”. Que su literatura lo desmienta. El homenaje de hoy será conmemorarlo como hace unos días en New York Daily News: con un brindis por John Cheever.

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