El amor fatal como cebo

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El cine de los asesinos seriales tiene su raíz, reseña Guillermo Cabrera Infante, en el cine criminal: que desde su surgimiento ha vapuleado a cuanto género de cine se le ha puesto enfrente y que, tras aciertos y errores estruendosos, sigue de pie. Desde que Josep von Sternberg filmara La ley del hampa (1927), el cine criminal o de gángsters se ha ramificado para sobrevivir, sosteniéndose en la mítica escena fundacional de El gran robo del tren (Edwin S. Porter, 1903), cuando un tipo le apunta a la cámara –o a los espectadores–, y ya desde entonces la sangre –o el reguero de pólvora y cadáveres– le fue redituable al séptimo arte.
Aun cuando el asesino serial actúa por su cuenta, hay excepciones. Es el caso de Martha Beck y Raymond Fernández, amantes que en los años cuarenta dieron muerte a más de 10 mujeres en Estados Unidos: solteras o viudas y con propiedades o dinero, Fernández, un latin lover en decadencia, las cazaba a través de un club de Corazones Solitarios: primero las contactaba vía epistolar, después las seducía y, al fin, les robaba. Así actuó hasta que se enamoró de la enfermera Martha Beck (a la que en su primer encuentro también timó): al enterarse de lo que Ray hacía, Martha decidió colaborar en sus negocios como su hermana. No es que ella le sugiriera a Ray que había que matar a las víctimas, pero la fuerte obsesión de la mujer por el casanova los empujó a ello.
Leonard Kastle rescata esta historia de la nota roja y la lleva al cine con el título de The honneymoon killers (Los asesinos de la luna de miel, 1970), donde retrata la relación tormentosa de la pareja desde el primer contacto en casa de Martha, hasta su captura por la policía y encarcelamiento. Contrario a lo que sucede con Micky y Mallory, de Natural born killers (Oliver Stone, 1994), cuyo destino estaba unido desde antes de asesinar como espectáculo prime time televisivo; Kastle sigue a sus protagonistas, se adentra en sus motivaciones y obsesiones, y sostiene su historia sobre una violencia cruda, despojada de adornos y sobresaltos, el extremo opuesto de lo hecho por Micky y Mallory.
Beck y Fernández acabaron en la silla elLas últimas palabras de Beck fueron: “Mi historia es una verdadera historia de amor. Sólo los torturados por el amor lo pueden entender”; y Fernández dijo: “Quiero gritarlo: amo a Martha.” La nota roja de la época relata que las celdas de ambos estaban una frente a la otra, de modo que siguieron mirándose y queriéndose barrotes de por medio: un fin románticamente bizarro. El amor fue el sebo para la muerte: la de ellos y la de todas aquellas mujeres (incluida una niña) a las que asesinaron.
Profundo carmesí (Arturo Ripstein, 1996) retoma la historia de Martha y Ray, con los nombres de Coral (una enfermera que deja a sus dos hijos en un hospicio para seguir a su amante) y Nicolás (un corazón solitario, con ínfulas quijotescas, que engatusa a mujeres solas). Como sucede en otros filmes ripstenianos (El castillo de la pureza –1972– y Principio y fin –1993–, por ejemplo), Coral y Nicolás son llevados al uso de sus últimas fuerzas, inconscientes de que en el intento pueden perecer: en la fuga mueren, tomados de la mano, sobre un charco que se enturbia con su sangre, su profundo carmesí. “Sólo un amor enfermo, de complicidad criminal, que se riega con sangre aspira a la eternidad”, se lee en el prólogo a la publicación del guión escrito por Paz Alicia Garciadiego.
Hay un tratamiento y un ritmo narrativo distintos en los dos filmes. En lo que Leonard Kastle y Arturo Ripstein coinciden es en el retrato que hacen de los personajes: Martha y Coral por un lado, y Ray y Nicolás por el otro, evidencian una profunda soledad en sus adentros y acusan una inercia de vida que los imposibilita para cambiar su propia naturaleza: seres marginales, sobrevivientes a su modo. Las Martha y Coral de Kastle y Ripstein recuerdan al personaje “Al” del cuento “Los asesinos”, de Hemingway: no obstante que se muestren racionales y serenas, del fondo les brota lo irascible, la fuerza desmedida, el descontrol y la saña.

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