Discurso pronunciado en el acto inaugural de la Universidad de Guadalajara (Guadalajara 12 de octubre de 1925)

832

Curiosa e interesante por demás es la historia de la Universidad Real de Guadalajara. En el proyecto de su fundación no es ajena una migaja de rebeldía a los sistemas educativos en ese tiempo imperantes. Su gestación es algo verdaderamente desesperante: más de noventa años de ocursos, de solicitudes, de informes, de dictámenes de consejos, de toda esa inútil tramoya administrativa, a la que tan dados eran algunos monarcas españoles. Su realización fue con mucho tardía no sólo por lo que se refiere al tiempo mismo, sino a sus naturales consecuencias. En vísperas de los primeros asomos libertarios, nacida esa universidad casi al claror de la aurora de independencia, era natural que fuese vista después con desagrado por los primeros gobiernos republicanos y más si se toma en consideración que el cuerpo director de tal centro era, en tiempo de los virreyes, un grupo de selección que tenía que repugnar y repugnó con las nuevas ideas.

Toda nuestra inquieta historia política está relacionada con la Universidad de Guadalajara. Su clausura o su reapertura era señal de que estaba en el poder uno u otro de los dos bandos contendientes. Dos tendencias se disputaban la pauta educativa: la universidad reteniendo en su claustro de caracol el rumor de las disputas escolásticas y el Instituto del Estado, cuya fundación antagónica se debió a los hombres del gobierno liberal, organización más abierta al mundo y al clamor imperativo de la hora.

Como dos líneas que parten de un mismo punto y que después se separan hasta el infinito, hay dos tendencias: la que conspira a ejercitar las disciplinas escolares desentendiéndose de las realidades latentes de la vida y la que se preocupa sobre todo por hacer del hombre un factor de la contienda esencialmente práctica. Importa a la primera, sea cual fuere su fin, hacer de la inteligencia humana un instrumento para alcanzar su verdad teológica, o metafísica, o científica o artística, sin oír las necias disputas de los hombres. Su medio tiene que ser esencialmente de aristocracia intelectual y su centro, para decirlo con la palabra consagrada, la torre de marfil; y a la segunda, lo que persigue un fin únicamente práctico y utilitario.

Pero entre esas dos tendencias, como en el aurea mediocritas del poeta, estará quizás la verdad: en el medio está la virtud. Ya José Enrique Rodó, desde la tribuna apostólica de Ariel, resolvió con su pensamiento profundo y firme de maestro, ese problema que es de nosotros los latinoamericanos, más que de nadie, puesto que racialmente nos debatimos entre tan encontradas virtudes espirituales, que a las veces se exacerban en misticismos alucinantes y en groseros apetitos primitivos.

Es cierto que, como lo expresó Hamilton, “En el mundo sólo es grande el hombre, en el hombre sólo el espíritu”; pero ello no quiere decir que el alma sea únicamente una llama que implore trémula al cielo, sino el fuego sagrado, el calor que todo lo vivifica. Justo Sierra, ese gigante reverso del gigante egoísta del cuento de Oscar Wilde, y que, como éste después de su iluminación de Damasco, siempre tuvo abiertas las entradas de sus huertos para que la juventud cogiera los frutos de oro de la sabiduría, dijo: “Toda contemplación debe ser el preámbulo de la acción”; que no es lícito al universitario pensar exclusivamente para sí mismo y que, si se pueden olvidar a las puertas del laboratorio el espíritu y la materia, como Claudio Bernard decía, “no podemos moralmente olvidarnos nunca de la humanidad ni de la patria”.

Sí, en efecto, por encima de todo, tenemos que contestar a los problemas cuya resolución vaya a llevar alivio al enfermo, pan al hambriento, actividad al brazo anquilosado, trabajo a la mano ociosa, justicia al desvalido. La Patria, que no es una entidad retórica, sino algo viviente, con dolorosa vida, pide que todos, pero sobre todo, los más aptos, vayan a contestar afirmativamente a la interrogación que pregunta si México llegará a ser un gran pueblo, grande con todas las grandezas: con la material, cimentada en el desarrollo de sus propias riquezas; con la moral, en el reinado de la justicia social; con la espiritual, en el encauzamiento de ese venero copioso que de vez en vez brota en el esfuerzo abnegado de nuestros hombres de ciencia; en la lira de nuestros mejores poetas, que lo son también del idioma; en el sentimiento popular manifestado aquí y allá, en el canto que ennoblece el alma; en el soplo que anima la arcilla.

Quise, señoras y señores, principiar estas palabras desaliñadas, viendo hacia la génesis desde donde arrancan aquí en Jalisco las instituciones universitarias, para procurar, en la medida de nuestras fuerzas, ver el error y corregirlo, ahora que se desea encauzar las actividades superiores de nuestra juventud.

Va la universidad a formar hombres. “El grano que tú siembras son almas”, decía el moralista; pero para ello precisas que se desatienda lo mismo del brillo oropelesco de las vanidades que no conducen a nada, como de las risas que quieren ser punzantes de los que necesitan reír para que los cobije la frase de Rabelais. Precisa arrancar el vicio que por serlo tiene profundas y dolorosas raíces; no tener la obsesión del pasado, sino la mano atenta a las pulsaciones del momento, la vista a los mirajes del mañana.

“El verdadero hombre no aprende por reglas de colegio”, dijo el filósofo norteamericano, y es una verdad evidente si se atiende a dos cosas: al completo sentido de la palabra y a la organización de la enseñanza. Ahora mismo, con motivo de la fundación de esta universidad, se tuvo que tomar en cuenta todo esto.

La educación pública se resentía de un grave defecto, de un mal grave, por mejor decir. Oficialmente no había en Jalisco más que unas cuantas carreras liberales que seguir; y hay una propensión muy natural, muy humana, de los padres de familia: la de pretender elevar el plano de sus hijos. ¿Cómo?, como se pueda. No existen más de dos caminos; pues por cualquiera de esos dos. No importa que para lograrlo se tengan que arrojar sobre el campo de la vida los dados del destino, a trueque de que muestren la cara siniestra de los fracasos irreparables. Ya es un lugar común hablar de proletariado intelectual, del médico gana pan y merolico; del abogado rábula que perdió el ovillo en el laberinto e hizo una madeja inextricable de la justicia, del que arrastró la toga por el fango. La universidad tiende a corregir esa lacra de organización.

Pero, ¿es esto una universidad? ¡Esto no es una universidad de modelo clásico! ¿Qué tiene que ver con las universidades tipo esa enseñanza de artes serviles?

No vamos a discutir, como en los tiempos de Abelardo por los nombres; pero aun cuando fuéramos al palenque de una inútil y verbosa dialéctica, nosotros sabemos que si en el siglo XII se llamó a la de París y de Bolonia universidades porque resumían la universalidad de conocimientos de esos tiempos, ahora estamos obligados a resumir los de los nuestros. Ya hace muchos siglos que Protágoras aseguraba que el hombre es la medida de todas las cosas que existen y de la no existencia de las que no existen.

Desentrañar, pues, todas las facultades, hacer surgir la fuente en la que abreven todas las ansias de conocimiento, debe ser el ideal de la educación. Abrir de par en par las puertas a toda vocación, vocación en el sentido prístino de la palabra, vocare: llamar. Sí, llamar… Debe ser una voz que llame a los hombres para que puedan descifrar su enigma…
Emerson, a quien siempre que se trate de estas cosas, hay que citar, afirmaba que todo hombre es la enciclopedia entera de los hechos. “La creación de mil bosques está contenida en una bellota” y luego: “Cada cual sabe tanto como el sabio. Las superficies internas de los espíritus más rudos están todas llenas de garrapatos concernientes a hechos y pensamientos. Algún día cogerán esos espíritus una linterna y leerán las inscripciones”.

Tenemos la tendencia, en la humildad de nuestro esfuerzo, de poner en las manos de nuestra juventud esa linterna, y se ha querido que esa luz vaya precisamente a los que más la necesitan. Si os habéis fijado en el Plan de esta Institución, habréis visto la importancia de la Escuela Politécnica.

La Politécnica enseñará la técnica del fotograbado de los trabajos de madera, de metales, de fundición, del plomo, del yeso, del color y de la piedra, de dibujantes, de arquitectura, de albañilería, y carreras prácticas de electricidad, de mecánica, de ensayadores de metales y de la juguetería. Prestará especial atención a las industrias agrícolas y químicas sobre la base de las condiciones vernáculas, de los productos naturales de Jalisco: tal la jabonería, el aprovechamiento de nuestros aceites, la cerámica y la industria de las lacas, que por ser tan de cierta manera nuestras, son tan interesantes. Se completará después la escuela con la creación de otras carreras similares. Los estudios de todas ellas tendrán una base científica, aprovechando, desde luego, el sólido instrumento de las matemáticas y el conocimiento de aquellas ciencias y materias de estudio más indispensables al perfeccionamiento de esas carreras, claro está, en la dosis aplicable al caso. La universidad pone con esto, pues, más el establecimiento de la Facultad de Ingeniería y la carrera odontológica y la reorganización de las facultades de Jurisprudencia, de Comercio y de Farmacia, de la de Medicina y sus carreras anexas, de las preparatorias y de la Normal, pone, decía, a los jóvenes que están dentro ella, o por mejor decir a la juventud del estado y de una importante región del occidente de la república, en condiciones de desenvolver sus vocaciones, abriendo nuevos caminos para que cada quien siga la senda de su propio destino.

Quiero hacer particular hincapié en lo que se refiere a la obligación que se les impone en la Ley Orgánica relativa a los estudiantes de la preparatoria de concurrir a los talleres de la Politécnica, pues ello resuelve algunos problemas muy importantes de lo que ha sido la tesis central de este discurso. Desde luego, coloca al educando en el caso de escoger las disciplinas que más se acomoden a sus inclinaciones y a sus facultades, bien sean las austeras de la ciencia o las que se refieren al ingenio o a la imaginación. Por otra parte, todos sabemos que muchas veces exigencias imperiosas hacen que el estudiante no pueda seguir carreras largas. Ya cuenta, pues, con un modus vivendi, ya será productor y no parásito. Pero aparte de todo esto y quizás sobre todo, se va a establecer una comunicación más íntima entre el obrero y el joven que mañana será hombre de ciencia. Ellos, en comunión estrecha, verán en los años, si no mejores, sí más trascendentales en la vida, la visión común de sus destinos, la similitud de su función social. Ellos sabrán que son, por ser el pensamiento creador y el trabajo fecundo, la sal de la tierra, en el sentido alto y noble que daba Jesús a esas palabras.

Señoras y señores: en el nombre del gobierno del estado de Jalisco y en representación de la Universidad de Guadalajara, os manifiesto nuestro profundo reconocimiento por haber asistido a esta ceremonia, porque vuestra presencia es indicio de que participáis con nosotros de un deseo de vida próspera para esta Institución.

En el mismo nombre, manifiesto nuestra más efusiva gratitud a las universidades madrinas de la Universidad de Guadalajara. A la de París, alma mater de la civilización latina, no, de la civilización universal; a la de Salamanca, carne de nuestra carne, espíritu de nuestro espíritu, cuyo nombre está patinado del oro de los siglos mejores y cuya evocación nos habla lo mismo de los vuelos líricos de fray Luis que de las travesuras de la Celestina y del Lazarillo, de la gracia de los estudiantes de Lope y, para que más nos llegue a nuestro pasado literario, del donaire de aquel don García, en cuyos labios era la verdad sospechosa del clásico entre los clásicos, nuestro don Juan Ruiz de Alarcón; a la de California que siempre ha sido muy buena amiga de México y cuya muy digna representación tiene la distinguida señorita Purnell a quien tanto debe el prestigio de nuestra ciudad, y a la Universidad de México, hermana mayor de la nuestra, cuya fuerza vital será nuestro ejemplo, a quien debemos agradecerle la representación máxima de su propio rector, no sólo por el cargo que desempeña, que cargos solos no dan honores, sino por sus relevantes cualidades de hombre de ciencia.

Señor secretario de Educación: el gobierno supremo de la República preside en vos esta ceremonia que es un símbolo de la obra de reconstrucción nacional que alienta a la administración pública, lo mismo a la federal que a la del estado. Nos sentimos satisfechos con vuestra representación a la que saludamos respetuosos y agradecidos con cariño cordial por ser vos quien la desempeña, pues ya sabemos que os animan los mismos móviles que los que impulsaron a esta Institución y que, por lo demás, vuestra presencia en la Secretaría de Educación es una garantía para las nuevas ideas.

Señor gobernador: esta universidad es principalmente obra vuestra en idea y en acción. Yo no puedo hacer la loa de vuestro empeño porque tengo los labios sellados con el doble sello de vuestro carácter público y de la amistad que desde la infancia nos liga. Que vengan otros, que ya vendrán, pese a las impotencias que se retuercen en su inutilidad, a decir lo que esto significa para nuestro estado, para nuestra Nación.

Señores directores de las facultades, señores profesores: tengo unos cuantos días de llevar esta carga que, sin literatura, creí era demasiada para mí desde cualquier punto de vista. Tenía el temor de que mi insignificancia fuera a hacer fracasar esta obra; pero he visto ya y lo he visto con tan intensa claridad que ya puedo abrir el puño al vuelo de la verdad segura, que todos vosotros fervientemente, triunfalmente estáis sosteniendo e iréis a sostener este peso, de tal suerte que entre todos, unánimes, se hará la obra; que mi participación es como la de cada uno de vosotros y sólo por accidente, abanderado con el corazón palpitante de entusiasmo, con la voluntad perseverante que dará firmeza a la mano que soporta la enseña sagrada.
Claro está que no podemos asegurar que salga de estas aulas como sería nuestra más vehemente esperanza, el que haga enmudecer eternamente a la esfinge; pero sí queremos y en nuestras manos está hacerlo, formar hombres en el sentido a que hacía referencia, es decir, en el mejor sentido, hombres de lucha. Dos escritores franceses situados diametralmente opuestos en el terreno del pensamiento, aseguraban: uno, el de la extrema derecha: “El que no es un perseguidor, sea en acto, sea en potencia, es indigno de respirar” y el otro, el de izquierda: “Bien aventurados los hombres de buena voluntad y de acción, porque de ellos es el reino de la tierra”.

Jóvenes estudiantes: vosotros sois la médula de esta obra. Sois el fin y sois el principio de ella. Sois la universidad. No es algo ficticio que se forja, como las mentes aviesas aparentan creerlo, sino una virtud dinámica y vital, lo que mueve este organismo. Vuestra comunión es la que hace de esto una unidad fuerte. La juventud, que es el don de los dioses, según la frase pagana, siempre lleva en el devenir de los tiempos, al mesías de las viejas teogonías orientales; es decir, la esperanza de tiempos mejores, el ansia de redención, la constante inspiración hacia la felicidad que quizá nunca se alcance. Vosotros, que estáis en la edad en la que sólo es una melodía retórica la copla de Jorge Manrique, vosotros que debéis decir que el mejor tiempo es el que vendrá, sois la seguridad del augurio próspero de esta organización. Tenemos fe en vosotros, no con frase de tribuna, sino con la profunda convicción que nos da el pleno conocimiento de vuestra fuerza. Pero si no tuviéramos este conocimiento, vuestros antecedentes mismos, presagian frutos mejores. Como el árbol cuyas raíces se desenvuelven en la opresora vida de la tierra para tener vigor y lozanía, así las raíces del dolor de donde arranca la mayoría de vosotros, hará que sea realidad lo que con vuestro propio cultivo, la patria, Jalisco y esta universidad esperan de vosotros, porque, jóvenes estudiantes, os ha tocado en suerte haber nacido a la vida del espíritu y del trabajo en medio de la más asombrosa transformación de la humanidad y de la patria. Cuando recibís las primeras luces de la escuela primaria el mundo se debatía en la más grande tragedia que registra la historia, la patria en la más intensa de las luchas internas. Ante vuestra visión alucinada de niños han de haber desfilado, en teoría macabra, las relaciones de la matanza universal y en vuestros hogares, en donde tantas veces ha de haber faltado el pan, ha de haber pasado ora el triste cortejo de la penuria, ora la zozobra siniestra de la guerra, el alarido brutal del vencedor, la pérdida del padre, el hermano que cayó para que alcanzáseis días mejores. Después, el mundo se ha transformado al conjuro de un demiurgo caprichoso y omnipotente; la patria, rediviva, surge de su avatar, transformada. Ahora os toca a vosotros esa herencia que se amasó con lágrimas y sangre. Allí está: recogedla con vuestras manos púgiles, alentadla con vuestros espíritus que se han formado en la escuela del dolor, que es la mejor escuela y ya sabréis que son de muy honda verdad las palabras del poeta:

Lo negros nubarrones,
Los cargados turbiones,
Las desesperaciones,
Son magnificaciones.
Hay que regar la senda; hay que salvar la pura intención;
Hay que alzarse a favor de sagrada,
A favor de gloriosa tempestad de amargura,
Y tenderse en el viento, como una envergadura.
Y agrandarse en el viento como una llamarada.

Artículo anteriorToma protesta nuevo Comité Ejecutivo del STAUdeG
Artículo siguienteCelebración del 90 Aniversario