Disculpe la motita señor presidente

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La cárcel de Campeche es un infierno. Rafael Palacio Lara, soldado raso, no sabe qué hacer para salir de allí. Cayó por un error de cálculo, por confiado. ¿Quién iba a pensar que esos 100 gramos de mariguana le destruirían la vida? Por los malditos 100 gramos le echaron dos años de cárcel y una multa de 200 pesos. Pero como es casi seguro que no tendrá el dinero, pasará allí encerrado otros dos meses.
Los dos años y dos meses son lo de menos. Desde que cayó en la cárcel fue víctima de robos. Los guardias campechanos, como hacen en cárceles mexicanas de muchos otros lados, le habían robado todo y, por si fuera poco, extorsionaban a su esposa cada vez que lo visitaba. Esto sin contar los desfalcos de los abogados. Hasta los jueces habían obligado a la señora a pagar extorsiones infructíferas con el poco dinero con el que debía mantener sola a su hijo.
Rafael Palacio entiende que debe recibir un castigo ejemplar, porque es soldado. El ejército debe poner el ejemplo en la lucha contra las “drogas enervantes”, pero eso no le ayuda a superar la frustración, esa que a uno le oprime el pecho y le traba la lengua hasta que la injusticia sólo deja pasar un hilito de aire que se quiere convertir en grito.
A la misma cárcel de Campeche cayó un señor, no con 100 gramos: ¡traía dos costales, el muy móndrigo! Se comprobó que éste era contrabandista de verdad. Sentencia: nomás un año.
También cayó otro uniformado, un marino. No traía 100 gramos, sino un kilo. Sentencia: 300 pesos de fianza.
No podía dejar de pensar en su esposa y su hijo. Tenía que hacer algo. Era 3 de noviembre de 1936. Sólo se le ocurrió escribir a su exjefe, el general Lázaro Cárdenas del Río. Con su mala caligrafía, juguetona gramática y ortografía creativa escribió y refrescó la memoria y las convicciones del general. Como soldado, había participado en la Revolución desde 1915. Luego estuvo bajo el mando de Cárdenas en Pueblo Viejo, ese rancho de la Huasteca veracruzana en que Cárdenas era adorado por su generosidad y buen modo con los desvalidos.
En 1920 nadie se imaginaba que Cárdenas llegaría a ser presidente de la república. Era bastante exitoso y querido, pero se sabía que el general Plutarco Elías Calles lo trataba de “chamaco”, a lo que Cárdenas contestaba siempre con un “mi general”. Con todo, el chamaco tenía el respeto de quien se volvería el Jefe Máximo de la Revolución, el creador de las instituciones que sustituyeron a los caudillos, el gestor del embrión del PRI.
“Cárdenas –decía Calles– se ha conducido admirablemente, habiéndosele felicitado más de una ocasión por su capacidad y conducta ejemplar, pues al mismo que infringía inesperados golpes al enemigo, tomaba rápidas y eficaces medidas contra el tráfico de licores, contra la prostitución y contra el juego.”
Es precisamente esta fama de moralista revolucionario, “de valor a toda prueba, disciplinado y celoso en el desempeño de las comisiones”, lo que le valió el respaldo de la élite. Y fue el respaldo de la élite, más que su popularidad entre los de abajo, lo que llevó a Cárdenas a la cima de su ascendente carrera: la gubernatura de su estado natal, Michoacán, en 1928 y la presidencia de la república el 1 de diciembre de 1934.
La vida de Rafael, su soldado, no había sido tan brillante. ¿Acaso a su moralista general Cárdenas se le ablandaría el alma frente a un “marihuano”, envenenador de “toxicómanos”?
Luego de que Cárdenas se fue de Tampico y dejó de visitar con tanta frecuencia la Huasteca veracruzana, su humilde soldado Rafael anduvo recorriendo el país sin mucha suerte. Nunca consiguió un ascenso: la Revolución no le hizo justicia. Lo único que le quedó fue brincar entre tropa y tropa en el ejército, tocando en bandas de guerra. Eran los miembros de las bandas de guerra quienes traían la marihuana. Todo revolucionario lo sabía. Los afanes modernizadores de la Revolución habían adoptado, en consonancia con la visión estadunidense, un discurso antialcohólico y de “profilaxis moral” frente al consumo de “drogas enervantes”. Pero, más allá de eso, todos sabían que la Revolución se hizo entre mota, tequila y pulque.
La carta de Rafael, ahora polvosa, sigue siendo elocuente: “Comprendo que conmigo siendo militar se me castiga con más rigor, pero sufrimos los tres seres que somos… hoy espero en su conciencia de Ud mi presidente y de su digno secretario que se compadescan de este umilde soldado.”

El presidente nunca le contestó
En cambio, envió un correograma al gobernador de Campeche, el 30 de julio siguiente: “Con esta fecha he resuelto conceder indulto al reo Rafael Palacios Lara… ruégole ordenar a Encargado de la Cárcel Pública que ponga en inmediata libertad al reo de que se trata.”
No en balde el general Francisco Urquizo dice en Tropa vieja que, en plena campaña antiorozquista, un soldado experiodista le dedicaba esta plegaria a la mariguana, que junto al pulque y el tequila era el refugio del pueblo mexicano que creó un nuevo régimen: “¡Yerbita libertaria, consuelo del agobiado, del triste y del afligido! Has de ser pariente de la muerte cuando tienes el don de hacer olvidar las miserias de la vida, la tiranía del cuerpo y el malestar del alma… Sacudes la pesadez del tiempo; haces volar y soñar en lo que puede ser el bien supremo… ¡Yerbita santa que crea Dios en los campos para alimentar a las almas y elevarlas hasta él!”. [Archivo General de la Nación, sala 3, 2011].

*Nacido en Sinaloa, con estudios en el Colegio de México y candidato a doctor en historia por la Universidad Estatal de Nueva York. Cuenta con varios trabajos publicados sobre la historia del narcotráfico en México.

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