Dioses salvajes de la literatura

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Lo cuidadoso del acto con el que muchos escritores a lo largo de la historia han terminado con su vida, se asemeja a la construcción de la literatura misma. Séneca preparó una tina de agua caliente antes de abrirse las venas; Virginia Woolf se llenó el abrigo de piedras antes de sumergirse en el río Ouse; Sylvia Plath conversó aquella tarde de febrero de 1963 con su amigo y también poeta Al Alvarez, en la noche acostó a sus dos hijos pequeños en su cuarto, tapió la cocina y abrió la llave del gas; Yukio Mishima planeó su suicidio ritual (seppuku) durante un año, John Kennedy Toole manejó hasta las afueras de Nueva Orleáns, conectó una manguera al escape y se asfixió dentro de su auto. “Un acto así —escribe Albert Camus en El mito de Sísifo— se prepara en el silencio del corazón, como las grandes obras de arte”.

Los especialistas del suicidio
Aunque la desesperación y la inflamada conciencia que ha llevado al suicidio a tantos creadores no es algo exclusivo de la literatura, sí han sido los narradores y poetas los artistas más propensos a la autoaniquilación. El suicidio hasta el siglo XIX era más o menos raro dentro de la literatura. Una obra retrata el nuevo espíritu de una época que vio al suicidio como un gesto de buen gusto. En la última misiva a su amada, Werther, personaje de la novela de Goethe, expresa: “Está decidido, Carlota, quiero morir, y te lo digo sin ninguna exaltación romántica, sosegado […] no es desesperación, es conciencia de que todo ha concluido y de que me sacrifico por ti”. La bala que hace saltar los sesos del joven Werther tiene un alcance mucho mayor que las páginas en que se describe, pues esa obra desencadenó una ola de suicidios en Alemania; ello provocó que algunos grupos, con una visión bastante limitada de la literatura como elemento didáctico y moralizador, pidieran al autor que prologara una advertencia para poder leer el libro.
Era una época viciada y enferma de estética. El propio Rimbaud se llamaba a sí mismo como littératuricide, y el sueño de los poetas de ese siglo era morir jóvenes para que su obra reclamara la gloria que el mundo les negaba. Era el tiempo del “arte por el arte” inaugurado por Flaubert, quien a través de su patética Madame Bovary creo al personaje suicida más famoso de la historia de la literatura. E. M. Cioran llega en sus Silogismos de la amargura más lejos al bautizar como insuperables los métodos y aflicciones del XIX. “Los románticos fueron los últimos especialistas del suicidio. Desde entonces se improvisa”.
No obstante el gesto suicida de los románticos seguía siendo un amaneramiento, un devaneo infecto de estilo que no se correspondía con la adecuada desesperación del fin du sií¨cle. Fueron los personajes de Dostoievski y sus voces apremiantes y polifónicas los que formaron un caleidoscopio para sumergirse en la desesperación. Kirilov (Los Demonios), constituye un caso novedoso en la literatura: la muerte por una idea. Imagina, según nos narra Albert Camus, que al morir Cristo no se encontró en el Paraíso; por tanto, todo el sufrimiento había sido inútil… todo depende de nosotros, entonces, si no hay un Dios “para Kirilov, como para Nietzsche, matar a Dios es hacerse dios uno mismo, es realizar en esta tierra la vida eterna de la que habla el Evangelio”. Mas el suicidio sería contradictorio ahí donde se ha conquistado la libertad. Kirilov lo sabe, pero sabe también la dificultad humana para despojarse de su ceguera y dar paso a la conciencia, conoce la persistencia en la esperanza divina, la necesidad de los hombres de que les muestren el camino: acaba con su vida no en un acto desesperado, sino para hacer comprender la vía; así, se da un tiro, por amor al prójimo.
Tanto Dostoievski como Tolstoi se alejan del suicidio abrazando una conversión cristiana. El propio autor de Anna Karenina llegó a dilucidar en “la absurda insignificancia de la vida”, un peligroso camino sin retorno para la humanidad entera. Era pues este absurdo una condenación y al mismo tiempo la pasmosa conciencia de que en la vida no hay más que la vida misma, y como lo señalara Al Alvarez en El Dios salvaje, esta conclusión es el fundamento de todo el arte moderno.
La sentencia nietzscheniana de la muerte de Dios abre a los suicidas —en el campo teórico, evidentemente, pues en la experiencia nunca han estado cerradas— rutas insólitas, pero no es en el pensamiento de Nietzsche donde se encontrará tal indulgencia, pues el pensador alemán —pese a todos los anatemas recibidos, sobre todo por parte de la Iglesia— lejos de vislumbrar el fin de los valores, encuentra en este derrumbe la posibilidad de nuevos cimientos, una esperanza fincada en el propio hombre o, mejor, en el superhombre.
Sin dioses, con los jóvenes europeos pudriéndose en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, un movimiento, una filosofía imposible, convertiría al suicidio en su principal manifiesto.

Dadá muerto por Dadá
Era 1917 y Europa se desangraba. No sólo la guerra tambaleaba los fundamentos filosóficos y morales de la época, el propio arte se encontraba en los albores de una revolución estética sin parangón en la historia. El dadaísmo comenzó con un suicidio y terminó con otro. Como lo explica Al Alvarez: “El fin de los dadaístas era la agitación destructiva contra todo: no simplemente contra el establishment y la burguesía que conformaba su público, sino también contra el arte, y hasta contra Dadá mismo”.
Un escrito de Louis Aragon en la segunda manifestación Dadá en 1920 describe su espíritu fundador.

Basta de pintores, basta de escritores, basta de músicos, basta de escultores, basta de religiones, basta de republicanos, basta de monárquicos, basta de imperialistas, basta de anarquistas, basta de socialistas, basta de bolcheviques, basta de políticos, basta de proletarios, basta de demócratas, basta de ejércitos, basta de policía, basta de naciones, basta de idioteces, basta, basta, NADA, NADA, NADA…

Jaques Vaché (admirado por André Bretón) es la figura dadaísta por excelencia. Exquisito, sofisticado, un dandy que se asemejaba más a un inmoral violent, su vida fue un ejemplo de coherencia artística y espiritual. “Sin duda, EL ARTE no existe”, fue uno de sus grandes frases rescatada de una carta y publicado por Bretón en su Antología del humor negro. Rebelde por naturaleza, Vaché se negó a participar en la Gran Guerra y decidió terminar con su vida por sus propias manos. En 1919, con veintitrés años, tomó una sobredosis de opio y administró dos más a sendos amigos que habían ido a hacer una experiencia y no tenían intenciones suicidas. “Fue el supremo gesto Dadá, la broma psicopática absoluta: suicidio y asesinato doble” (Al Alvarez).
El otro gran catalizador dadaísta fue Jaque Rigaut, hombre de figura elegante, alto y fino, escribió en una de las pocas notas que se conservan de su obra: “La única forma que nos queda de mostrar que despreciamos la vida es aceptarla. La vida no merece el trabajo de vivirla… El hombre que se ha librado de las preocupaciones y del aburrimiento quizá alcanza en el suicidio el gesto más desinteresado, ¡siempre y cuando no tenga curiosidad por la muerte!”. En 1929 con su desaparición termina oficialmente el movimiento dadaísta y del cual se desprendería su secuela más famosa: el surrealismo.

Un dios fuera de la ley
Hunter S. Thompson fue siempre fiel a los oscuros designios de su destino. “Se ve que toda cultura necesita un dios fuera de la ley, y creo que en este tiempo yo estoy en eso”, escribe en su autobiográfico Kingdom of fear y como los mitos, su tragedia llegó hasta la combustión. El 20 de febrero de 2005, en su rancho de Woody Creek, Colorado, una bala atravesó el rostro del famoso periodista gonzo.
La nota de suicidio que fue encontrada junto a su cuerpo denota su sentido del humor ácido y sin restricciones. Sus últimas palabras antes de darse un balazo no podían traicionar su visión gonzo de la escritura, la realidad y la vida. El epitafio mejor escogido de un ser oscuro y genial: This won’ hurt (esto no dolerá).
Al Alvarez recoge en el epígrafe de su estudio sobre el suicidio en la literatura un verso de W. B. Yeats que le da título al libro: “Después de nosotros el Dios Salvaje”. Es esta fuerza destructiva y creadora al mismo tiempo la que termina por abrumar a algunos artistas. Escribe Hunter S. Thompson en voz de su álter ego Kemp en El diario del ron: “Por mucho que deseara con vehemencia todas aquellas cosas para las cuales se necesitaba dinero, había una especie de corriente diabólica que me empujaba en otra dirección…, hacia la anarquía y la pobreza y la locura. Hacia ese delirio enloquecedor que sostiene que un hombre puede llevar una vida decente sin alquilarse a sí mismo como un mercenario”.

La escritura como salvación
El psiquiatra Erwin Stengel escribió alguna vez que “a cierta altura de la evolución el hombre debió de descubrir que podía matar no sólo animales y semejantes sino también a sí mismo. Cabe suponer que desde entonces la vida no le ha parecido igual”. ¿Es entonces el suicidio el primer acto conciente del ser humano? ¿Qué tanto ese deseo de auto aniquilación al mismo tiempo que nos alejaba de los dioses nos humanizaba?
La muerte no es, de acuerdo a Cioran, el gran problema para la humanidad, lo es el nacimiento: la vida es la gran desconocida. Esa vida que sólo ilusoriamente tiene un sentido y en la que somos libres en un desierto. Pues el hombre ambiciosamente pretendió despojarse de la animalidad, para lanzarse a una aventura que acaba en catástrofe: al entrar en un marco antinatural, dicha aventura se vuelve contra él. La cuestión de cómo hacer soportable la existencia, se resuelve con la idea del suicidio: “no necesitamos matarnos. Necesitamos saber que podemos matarnos”. Dicha enseñanza sería, de acuerdo con la postura del filósofo rumano, útil sin por eso orillar a la gente a matarse. Después de todo, como escribió Cesare Pavese: “A nadie le falta nunca una buena razón para suicidarse”.
Hay también otras posibilidades, otros sucedáneos del suicidio: la literatura representa un “suicidio diferido”; escribir en lugar de matarse. En último término, vivir es un acto de fe. Y si seguimos escribiendo sobre este acto infame y sublime es porque “escribir sobre el suicidio —como lo señaló Cioran— es haberlo superado”.

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