Desfocalizado

La novela "Mugre rosa", de la escritora Mariana Trías, es el punto de partida para una reflexión en vilo entre una catástrofe interior que se centra en el yo, o más bien en su ausencia, y un mundo exterior igual de catastrófico en que se están configurando las relaciones futuras de la humanidad

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Escribo a medianoche porque soy oscuro.
Clarice Lispector

En un planeta de capitalismo absoluto, de imponente conectividad tecnológica:

El trabajo es vivir. Cuesta mucho trabajo vivir.

El trabajo es acabar los días cansados de estrés y de miedo, muertos de sueño, y a veces también con mucha hambre.

¿Cómo será sentir hambre todo el tiempo? ¿Cómo se podría vivir sintiendo hambre todo el tiempo?

El enfermo Mauro, en la novela de Mariana Trías Mugre rosa, tiene la fuerza del lenguaje físico. Inolvidable resulta la imagen en que vemos a Mauro “comiéndose un pollo congelado, recién sacado del frízer”. Inolvidable acaba siendo “el agujero del hambre en su propio estómago, el llamado irrefrenable a masticar paredes, a tragar basura”.

Mauro es la evocación de un síndrome, de un niño cuya catástrofe familiar surgió cuando él tenía tres años, de un cuerpo adiposo y sin yo. Mauro es la figura visible de un desastre difícil de olvidar. Lo sabemos por la voz de quien narra la historia de Mauro, de Max, de don Omar, de Delfa, de la madre y de la narradora misma. Por ella sabemos de la existencia de una epidemia: “Durante el viento rojo, los camiones blindados de la policía patrullaban la ciudad. Su tarea consistía en rescatar a los audaces e impedir que los locos saltaran al agua”. Es un desastre ambiental el que viven los personajes en Mugre rosa.

Foto: Abraham Aréchiga

Mugre rosa es una sustancia que produce “el olor rancio a gelatina de carne y a tierra enmohecida”. La función de la mugre rosa es “multiplicar la carne y alimentarnos, crear jamones artificiales”.

Suelto el libro sobre la sombra que hace mi cuerpo entre otros cuerpos. Cierro los ojos y entro en la inexistencia. Sé que el yo no existe. Sé que el yo es el átomo de un lenguaje de lógicas confusas, de interminables contradicciones, de historias rizomáticas.

Entre temblores palpebrales recuerdo la terapéutica dadaísta pero con otros ruidos y en condiciones en absoluto parecidas a ninguna otra época. El yo no existe en mi carne. El yo no existe en mi mente.

Cuando me llaman, no es a mí a quien llaman. Yo tampoco existo. Sé que el yo es un esqueleto encarnado por una gran cantidad de nombres. Nombres que pululan en el hormiguero de un planeta financiero; nombres con pertenencia a distintos países económicos; nombres que viven en cuerpos de ciudades desbordadas, ciudades cuya población mayoritaria sobrevive con salarios de hambre.

No podía tratarse de una adivinanza ni de una punzada en el corazón: el desastre era inminente. Como suele ocurrir con los huracanes. A las catástrofes también se les ha de dar nombres. Funcionan como poderosos epitafios: Covid-19, SIDA, Calentamiento global…

Y están los otros referentes macabros: Ecocidios. Genocidios. Logocidios…

No existo. No tengo pensamiento ni voluntad. Veo las rebabas que han dejado las horas de una noche en la viscosa sustancia de la novela de Mariana Trías.

En esta época de “semiocapitalismo” -como nombra Franco Berardi en Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva al complejo mundo de la economía global- la vida de los cuerpos irá degenerando en distancias conectadas virtualmente, sin riesgo para contagiar otros cuerpos. Será más seguro palpar las teclas de un ordenador o de un Smartphone que palpar las manos de desconocidos. Será más sano escuchar las voces que saldrán de máquinas inteligentes que escuchar las voces idiotas de seres idiotas.

Será una época de saludables cuerpos hiperconectados haciendo un cavernoso bosque, en cuyo fondo yacerán patologías mentales de incontables piltrafas confinadas.

Las enfermedades y las catástrofes poseerán otros signos: otros síntomas: otros nombres.

Retorno a la lectura. La enfermedad de Mauro resulta enigmática. La muerte de los peces que provoca la epidemia en Mugre rosa, al parecer, guarda una incierta relación con las sustancias con que son tratadas las carnes en la fábrica donde labora don Omar.

Cierro los ojos sin soltar el libro. Percibo la acumulación de energías flotantes entre nubes dispersas que desbordan almacenes cósmicos resguardados por enormes plataformas cibernéticas. Me late la idea de que entre la sustancial mugre rosa y la muerte de peces hay simultáneas catástrofes sampleando en muertes incontables.

Pero mientras tanto, retengo la siguiente imagen, en la que queda registrado el suicidio de una mujer “abrazada a su hijo” saltando de un edificio alto. La imagen proviene de Mugre rosa:

“Un video captado por un dron alcanzaba a mostrar un punto negro cayendo desde el piso nueve. Eran apenas dos segundos de video; la imagen estaba tomada desde demasiada distancia y la definición no era lo suficiente para mostrar nada humano”.

Habría que enfocar la imagen para definirla en un contexto como en el que nos desintegramos cada día. Un contexto en el que, cada vez más, resulta muy difícil distinguir y apreciar la presencia de los cuerpos humanos.

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