Democracia y elecciones

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Desde tiempos remotos, la participación del pueblo en los asuntos públicos ha sido una aspiración muy sentida. Discutir y resolver cuestiones de gobierno —que finalmente le afectarán— es un anhelo no muchas veces cumplido. Los griegos y los romanos tuvieron, eventualmente y de manera limitada, formas de discusión y resolución sobre negocios colectivos que se llamaron genéricamente “democracia” (de demos, pueblo y kratos, poder).
Aristóteles identificaba a la democracia como una forma de gobierno pura, es decir, de la mayoría en beneficio de la totalidad de la población. Las asambleas de los atenienses —a veces de varios miles de participantes— eran verdaderas batallas verbales y a menudo hasta físicas. Todos los ciudadanos tenían derecho a voz y voto en los asuntos tratados, y las decisiones se tomaban por mayoría. La plebe en Roma se comportaba de manera semejante. A esa forma de democracia se le llama directa: los ciudadanos participan de forma inmediata y personal en los debates y las votaciones sobre las cuestiones de gobierno, desde la elección de los funcionarios encargados de llevar a cabo las decisiones de las asambleas, hasta temas como impuestos, guerra y paz, servicios públicos, etcétera.
Esta forma de democracia directa desapareció en buena parte durante la Edad Media, dándose sólo en pequeñas poblaciones para resolver problemas administrativos o judiciales de la comunidad. Pero donde comienza realmente el sentido moderno de la democracia es en el Parlamento inglés.
El Parlamento fue una institución que evolucionó desde la Edad Media a partir de la necesidad de controlar el poder de la realeza, tendiente al absolutismo. Los señores feudales ingleses y la incipiente burguesía se opusieron a los abusos de los monarcas y le arrancaron a la corona —incluso por medio de la fuerza— la obligación de consultar y convencer a los presuntos contribuyentes de la pertinencia de uno o varios impuestos que aquéllos tendrían que pagar. El lugar de la discusión entre los representantes del rey y los representantes de los señores feudales y la burguesía (denominados “los comunes”), es decir, donde hablaban y debatían era el Parlamento. Ante la imposibilidad física de que acudiera el rey a discutir personalmente todos los asuntos en el Parlamento, se implementaron representantes del monarca llamados ministros —que primero eran emisarios del rey e históricamente terminaron siendo delegados de los parlamentarios—. Por la misma imposibilidad de que los contribuyentes acudieran todos a la discusión, se eligieron representantes o diputados. La designación o elección de esos diputados, que en principio sólo tenían facultades para discutir los asuntos relacionados con los impuestos a pagar, pero después discutían todos los asuntos públicos, fue el origen de la democracia moderna, la democracia representativa o indirecta.
Una democracia al estilo Grecia o Roma sería impensable en nuestros días. Las asambleas populares en esas civilizaciones clásicas eran posibles por el relativo pequeño número de asistentes a ellas. En la actualidad, resulta prácticamente imposible un foro de discusión para decenas, centenares de miles o millones de ciudadanos. Encontramos entonces que para la supervivencia de la democracia, ésta sólo podrá darse en la forma de representatividad: los ciudadanos eligen a los que en su nombre y representación gobernarán y en quienes se depositará el ejercicio de la soberanía popular.
Una primera pregunta que surge es, ¿quién puede votar? Hasta el siglo XIX la facultad de votar correspondía a los propietarios o detentadores de la riqueza. Se afirmaba que sólo deberían votar aquellos que contribuían con los gastos del Estado; quien nada poseía no tenía derecho a discutir ni decidir nada. Se tenía derecho a tantos votos como riqueza tuviera el ciudadano. Esta forma limitada y elitista de democracia, fue sustituida poco a poco por una forma más amplia de participación. Por ejemplo, en Estados Unidos, en la tercera década del siglo XIX, el derecho a votar por propiedades o riqueza fue cambiado por el de saber leer y escribir, pero sólo para varones mayores de edad y blancos: aún era muy distante el derecho al voto universal. En la última parte del siglo XIX se amplió el espectro de votantes. En Estados Unidos e Inglaterra se otorgó el derecho al voto a todos los varones mayores de edad, sin los requisitos de ser propietarios o leer y escribir. Las luchas feministas consiguieron el voto para la mujer a fines del ese mismo siglo y en la primera mitad del siglo XX. En México, el voto femenino se consiguió en 1953. El derecho a votar finalmente era universal.
Ya con ese derecho al voto a la población adulta, surge una segunda interrogante, ¿la democracia se agota con la sola emisión del voto? La propia naturaleza de un sistema electivo limita la participación del ciudadano en los asuntos públicos; el voto mayoritario parece ser una especie de carta en blanco para que el elegido haga lo que plazca, convirtiendo al votante en un espectador pasivo de la actividad gubernamental. Es por ello que en los últimos tiempos la sociedad civil intenta una forma de intervención, fuera de las elecciones, más activa en la vida pública: el plebiscito y el referéndum, las asociaciones de consumidores y de colonos o copropietarios, movilizaciones sociales y el uso de los medios de comunicación para hacer opinión pública.
La democracia es una institución y un concepto evolutivo, nunca se habrá dicho la última palabra en ese campo, siempre se podrá mejorar y ampliar su ejercicio. Como afirmó Winston Churchill, “la democracia es el peor de los sistemas, excepción hecha de todos los demás”. México pasa por otra encrucijada en esa democracia que parece no cuajar del todo. Una larga historia de autoritarismo y antidemocracia impide el afianzamiento del único sistema que garantiza la libertad y el progreso, ¿por qué nos resistimos entonces?

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