Del bárbaro a la barbarie

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El positivismo del filósofo francés Auguste Comte afirma que el único conocimiento auténtico es el científico. Comte presenta la historia humana en tres fases: el estadio teológico o mágico; el metafísico o filosófico, que sustituye a los dioses por entidades abstractas y términos metafísicos, y el científico o positivo, que pretende dar respuesta a los fenómenos mediante leyes generales y universales.

Gabino Barrera con su Oración cívica introdujo el positivismo a México en 1867. “Lo importante para el positivismo es el orden político que permita el libre desarrollo de los mejores individuos y el de la propia sociedad (…) Es el triunfo del espíritu positivo alentando la marcha de México por el camino del progreso”, señala Leopoldo Zea en su libro El positivismo en México.

El fervor por el positivismo también inunda a Sudamérica. La idea de progreso aparece en todos los procesos de identidad nacional. Demetrio Ribeiro logra que Brasil lleve en su bandera verde amarela el lema positivista “Orden y progreso”. Pero la gran pregunta era con quiénes y de qué modo planear esa transformación que requerían los países después de su independencia. En Los cien nombres de América el filósofo chileno Miguel Rojas Mix explica que la principal preocupación del proyecto liberal era generar una clase trabajadora para liderar esa nueva burguesía.

Explica que si los mexicanos piensan en los mestizos, los argentinos están convencidos de que sólo puede hacerse con los criollos y los inmigrantes venidos de Europa, “ya que del mestizo vendrían los defectos que lastran el progreso: la ociosidad, la incapacidad industrial, la barbarie. Es la aspiración de una ‘Argentina blanca’”. Son las ideas de Juan Bautista Alberdi, autor intelectual de la constitución Argentina de 1853.

Rojas Mix agrega que “Alberdi ya da por desaparecida a las naciones autóctonas. ‘El salvaje’ está vencido: en América no tiene dominio ni señorío. ‘Nosotros, europeos de raza y de civilización, somos los dueños de América’ y, consecuentemente, afirma: ‘la patria no es el suelo, la patria es la libertad, el orden, la riqueza y la civilización cristiana. Nosotros, los que nos llamamos americanos, no somos otra cosa que europeos nacidos en América. Cráneo, sangre, color, todo es de fuera’”.

Alberdi entonces habla de recolonizar América. Pero ahora sería una colonización solicitada, con la mejor raza de Europa, la anglosajona, la más capacitada para el progreso y la libertad: “Es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona. Ella está identificada con el vapor, el comercio y la libertad, y nos será imposible radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esa raza de progreso y de civilización”.

Así comienza, en 1850-1860, la europeización de América. Y esa “occidentalización” en Argentina, por ejemplo, implica la destrucción del bárbaro, como la que estuvo a cargo del militar y presidente argentino Domingo Faustino Sarmiento. Son memorables sus palabras: “Puede ser muy injusto exterminar salvajes, conquistar pueblos… pero gracias a esta injusticia, la América, en lugar de permanecer abandonada a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada hoy por la raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la más bella y la más progresiva de la tierra… Las razas fuertes exterminan a las débiles, los pueblos civilizados suplantan en las poblaciones de la tierra a los salvajes”.

Que el “salvaje” y “bárbaro” debía desparecer frente a la civilización era una idea corriente que permeaba en varias naciones. Rojas Mix señala que “la barbarie del genocidio no tuvo límites. Se pagaba una libra esterlina por ‘orejas’; pero cuando vieron que andaban muchos desorejados, exigieron, para pasar por caja, la cabeza, los testículos o los senos de las mujeres indígenas. El gobernador de Magallanes mandó un piquete de soldados a la Isla Dawson y exterminó, en un ataque sorpresivo, a la mayor parte de los alacalufes”.

A fines del siglo XIX la teoría del progreso comienza a perder prestigio. La superioridad de Occidente es puesta en duda. A comienzos del siglo XX se desconfía en que el progreso garantice la paz social. Rabindranath Tagore condena la civilización materialista, que menosprecia el perfeccionamiento espiritual; Gandhi niega el progreso a la occidental, y llega a sostener y pone la muestra que debe desaparecer de la India. La no violencia de los bárbaros responde a la violencia de la civilización.

La idea de que la producción de riquezas y del progreso trabaja en favor de la paz se ve contrariada por la constatación de que las riquezas producidas se convierten en un estímulo para la guerra. Marx lo había anticipado. La última Guerra mundial terminó de desvalorizar el mito. Este desencanto esencial lo manifestó la Escuela de Frankfurt, encabezada por Horkheimer y Adorno.

Hoy nadie duda que si se sigue esa idea de progreso nos llevará a la destrucción. Y es ahora en esta barbarie en la que la vida del planeta está en peligro, que se mira de nuevo a las ideas y formas de vida de quienes fueron calificados, precisamente, como bárbaros.

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