De virus y rancheras

781

Días de influenza que influyeron en la ciudad. En el camión sólo se ven cejas y ojos. Nada de bocas recién pintadas, bigotes gruesos ni lunares coquetos. Permanecieron escondidas las caries, aparatos de ortodoncia, muecas de enojo y las sonrisas burlonas.
En un puesto cercano a la Preparatoria número 5 los clientes saborean tacos de barbacoa. En un comal rechina el aceite. El taquero está callado y lo poco que habla se escucha a medias. Negocio callejero limpio. Ni los perros se aproximan para husmear.
Por ley sanitaria los vendedores ambulantes de comida deben usar red en la cabeza, cubrebocas y guantes de látex. Con el brote las exigencias se cumplieron. Un taquero con guantes y la boca cubierta, insólito. Pero el aroma de taco, cebolla y chile supera la protección, igual que el virus.
En las calles da miedo estornudar. Cualquier explosión nasal es tomada como una peligrosa declaración de enfermedad.
Si el taquero está intimidado por llevar tapada la boca, en la ruta 101 el chofer no saluda ni dice adiós. La tela quirúrgica se lo impide.
En las paradas de camiones un joven luce una pañoleta con diseño. Otros con plumón trazaron gestos sobre la malla para evitar que salga la saliva.
De auto a auto la influenza es prevenida. El piloto, el copiloto y sus acompañantes van cubiertos y algunos hasta con triple capa de tela en la mitad del rostro. Un coche se distingue del resto: su dueño le colocó un “cubreboca” gigante en el cofre.
Caminar sin protección en la cara es exponerse al juicio y escrutinio de los otros. En dos bandos está dividida la población. Los primeros se creen respaldados por las recomendaciones, voces oficiales, médicos especializados; los segundos sienten que el resto es un mundo de hipocondriacos, engañados por las fuentes institucionales, seguros de que la enfermedad o no es tan fuerte o de plano constituye una mentira enorme.
Una estampa más de la ciudad con miedo a la influenza: ¿De qué número es usted? Después de la respuesta la chica de una zapatería en Galerías del Calzado va por los huaraches y ve cuando se los prueba la clienta. Las dos con la boca cubierta. Ese día en esa plaza el cubrebocas sirvió de prevención y para no percibir de golpe el mal olor de pies ajenos.
Otro brote de limpieza en la ciudad. Con confianza agarre el carrito. No tenga miedo. De verdad, aquí todo es seguro. Ese parecía el mensaje de unos letreros pegados a un costado de la fila de carritos del supermercado Walt Mart: “los carritos son sanitizados”. Las familias llegaban para hacer las compras de la semana, mientras una señora con un trapo limpiaba los manerales de los vehículos de fierro.
Aterrizar y despegar en medio de la turbulencia de la influenza. Un hombre cree que su amigo es un hipocondriaco. Piensa que llevar cubrebocas es una exageración. El otro considera que su camarada no toma precauciones. Los dos están recién llegados de la ciudad de México.
Ellos arriban y Rafael Sáinz viaja a la ciudad de México. Después vacacionará en Europa. ¿Por qué viajará, a pesar del brote de influenza? Confiado y firme responde que la principal razón es que ya pagó su viaje y la segunda porque cree que en la “vida siempre hay que correr riesgos”. El arriesgado sigue en tierras europeas.
En los pasillos del Aeropuerto Internacional de Guadalajara caminan tres amigas uniformadas de azul desde la boca hasta las piernas. ¿Por qué usar cubrebocas? El miedo al contagio de la influenza y la orden de sus superiores las encapuchan. Una de ellas tiene miedo porque está todo el día en el aeropuerto. Ahí asean baños, barren, trapean, y hasta limpian el vómito de los mareados. “Eso del cubrebocas es como taparle el ojo al macho”, lanza la sabiduría mexicana.

La concupiscencia con cubrebocas
El barrio de San Juan de Dios está sereno. Es sábado y Leticia, una trabajadora sexual, lleva una noche sin clientes. Afuera de un hotel de la calzada Independencia ve el barrio casi vacío. Las cantinas están cerradas. La tradicional “La Sin Rival” silenciosamente sola y con la cortina abajo. El restauran bar “Pato Lucas de la Calzada”, también.
En Javier Mina y la calzada Independencia esperan los mariachis. Son machos y la influenza no les da miedo. Además, ¿cómo cantar las rancheras y las canciones de desprecio con la boca tapada? Un afortunado mariachi consigue trabajo. Unos jóvenes llevaron a su amiga a festejar su santo. Una de las acompañantes reprocha que “hicieron una enfermedad del pánico”. Ella no tiene miedo. Por ello salió, pese a que el presidente Calderón sugirió quedarse en casa.
En la calle Obregón un grupo norteño adereza la noche de tres hombres que viajan en una camioneta roja. Ninguno usa cubrebocas. Uno de ellos, el “Chilacas”, deja de cantar la canción “Mi casa nueva” y asegura que “no hay nada de enfermedad. Es puro paro de los políticos para asustar a la gente. Imagínate si fuera eso, ya estuviéramos acabados”. Lo afirma y sigue tarareando.
Los cantantes a la intemperie rescatan clientes entre la enfermedad. En el bar “Caliente Tobago”, ubicado en la calle Prisciliano Sánchez, las luces de neón se distinguen. Está abierto y los cadeneros se molestan porque esta reportera y un fotógrafo de Medios UdeG registran que este bar sí abrió, pese a que las autoridades anunciaron que bares y antros estarían cerrados. En el “Sexy´s bar” y “Pancho Jr. bar”, la música también sonó. Las recomendaciones para evitar la influenza se diluyeron en las cervezas de los incrédulos.

Artículo anteriorAlicia Fignoni
Artículo siguienteManual Informativo para la Vigilancia y Prevención de la Influenza A (H1N1)