Cuando la peste llegó

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La influenza ha estado llena de supersticiones, desde que se clasificó en Italia durante el siglo XV, cuando le dieron nombre por primera vez. La palabra escogida para designarla, influenza, literalmente significa “influencia”, pues los europeos pensaban que padecerla era consecuencia de una mala influencia por parte de las estrellas. Así, la persona afectada tendía a ver a un astrólogo antes que a un médico y empeoraba la situación esparciendo el virus. Años después los médicos llegarían a relacionar a la dolencia con el frío, por lo que su nombre cambiaría al de influenza di freddo, influencia del frío. Antes de poder definirla, como se hace actualmente, la enfermedad pasaría por otros nombres, como el de catarro epidémico, grippe (palabra de origen francés, hoy adoptada en varios países), enfermedad del sudor y finalmente fiebre española, esto porque el primer brote pandémico se dio en España, en 1918.
La visión de la enfermedad como castigo divino forma parte de nuestra tradición desde los tiempos del Antiguo Testamento. Según las escrituras, el Dios implacable atosigaba con males a los hijos elegidos de su pueblo para hacer justicia entre las tribus. Las pestes, la esterilidad, las plagas y las deformidades del cuerpo eran algunas de las manifestaciones favoritas del Creador para hacer sentir su mano sobre la humanidad. No está de más que la idiosincrasia cristiana considere al cuerpo como una propiedad divina que refleja los vicios y virtudes del alma. Sus malestares la purifican y en sus etapas terminales, la sanan.
Cada vez que una nueva enfermedad pandémica aparece en la historia del hombre, éste la fanatiza, diviniza (o la demoniza) y comienza a temer un nuevo fin del mundo. La peste bubónica o peste negra que azotó a Asia y a Europa durante el siglo XIV, fue vista por sus testigos como una especie de apocalipsis. Los personajes de Giovanni Bocaccio, en el Decamerón, se aislaron en una casa de campo para escapar de la epidemia y, noche tras noche narraron historias para evadir el aburrimiento y la preocupación.
También la sífilis, la malaria, la viruela, el cólera, el sarampión, la tifoidea y algunas enfermedades más recientes, como el cáncer y el sida, han sido vistas en su momento como un signo del fin de los tiempos. Incluso hoy, años después de que muchas de estas enfermedades han encontrado su razón y cura en la ciencia, la gente las considera un motivo metafórico de impureza en la condición humana. Esto es una consecuencia de la desinformación, que nos empuja a dar explicaciones metafóricas para malestares cuyos orígenes ya conocidos se mistifican.

Entre saber y creer: el cubre bocas como talismán
La cultura mexicana está innegablemente basada en el Cristianismo, cuya fábula fundamental del Génesis define al conocimiento como inaprensible por su cualidad divina. Así, si todo conocimiento es divino, y todo lo divino es incomprensible para el razonamiento humano, entonces sólo nos queda la fe. Simplemente hay que creer. Este mecanismo psicológico nos lleva a simplificar una verdad objetiva hasta convertirla en una pasta digerible para las masas supersticiosas.
El mexicano confía más en su bruja o en su chamán de cabecera, que en su doctor o en su dentista. Generalmente prefiere las limpias, las hierbas sobre la cabeza y el baño de humo con copal, a una tomografía o una química sanguínea. Los santos, escapularios y las medallas, cuarzos, las runas y las patas de conejo, son los talismanes favoritos para aquellos que deciden creer más, en vez de saber.
La fe en el talismán confiere un poder absoluto a los objetos cotidianos, como un trozo de tela común atado al rostro, que en los últimos días se ha vuelto el “agosto” del farmaceuta. No sobra decir que su eficacia higiénica depende de su correcto uso: debe colocarse recién desinfectado sobre nariz y boca, con las manos limpias; tiene que cambiarse con frecuencia y por ningún motivo debe entrar en contacto con superficies sucias. Esto incluye las manos del portador o ajenas, el celular, una botella de agua, otros cubre bocas…
En general la tela de un cubre bocas de farmacia sólo sirve para contener las partículas de saliva. Si el virus anduviera volando por el aire, burlar el cubre bocas sería como pasar por la Puerta de Alcalá: los poros de la tela son entre cuatro y 500 veces más grandes que el bicho, según qué tan especializado sea el diseño de su tejido. La recomendación hecha a los trabajadores clínicos hace siete años, cuando otro virus provocó el Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS), fue utilizar tres capas de cubre bocas especiales, cuyos poros miden apenas .0003 milímetros. Esto para tomar muestras al tener contacto directo con fluidos infectados.
Cabe afirmar que la sola posesión del objeto provoca una falsa sensación de seguridad entre la población ingenua, que no se da cuenta de que sin el protocolo sanitario indispensable, el pedazo de tela sobre el cuello, la nariz y no la boca o a la inversa, no tiene ninguna función positiva. Más bien acumula microbios que después volverán a ser puestos en contacto directo con nuestras vías respiratorias.
En todo caso, el momento no exentaría su uso. Ni por funcionalidad o deferencia social se debe retirar el cubre bocas: ni para hablar por teléfono, ni al momento de saludar o hablar directamente con otra persona, ni al ir a la iglesia, que como cualquier teatro, cine, restaurante o café, es un centro de aglomeraciones y un posible foco de contagio.

Después del apocalipsis
Susan Sontag escribió en su ensayo El sida y sus metáforas, que “El hecho de que incluso un Apocalipsis pueda ser visto como formando parte del horizonte normal de posibilidades, constituye una agresión inaudita a nuestro sentido de la realidad, a nuestra humanidad […] Aun la enfermedad más preñada de significado puede convertirse en nada más que una enfermedad”. La autora, pues, no habla de la enfermedad física como algo denigrante, sino de lo denigrante que es tratar a un mal del cuerpo como una fantasía de la mente. La enfermedad, en su sentido más estricto, es un proceso biológico en el que el estado fisiológico de un organismo se ve afectado por agentes dañinos de origen externo o interno.
El filosofo rumano E. M. Cioran va más lejos, y considera a la enfermedad como un sine qua non para tener acceso a la verdad metafísica: “La enfermedad es una realidad inmensa, la propiedad esencial de la vida. No sólo todo lo que vive, sino también todo lo que es, está expuesto a ella: la propia piedra está sujeta a ella. Sólo el vacío no está enfermo, pero, para tener acceso a él, hay que estarlo. Pues ninguna persona sana podría alcanzarlo. La salud espera a la enfermedad; sólo la enfermedad puede propiciar la negación saludable de sí misma”.
Hace dos mil años era comprensible temer a lo desconocido de la enfermedad. Se intuía que una quimera invisible invadía el cuerpo y poseía al enfermo. Se pensaba que cada organismo tenía una predisposición según sus humores y que sus enfermedades estaban encadenadas a su destino. Hoy la ciencia ve cara a cara al enemigo: sabemos las causas, su origen, síntomas y soluciones. Y los medios de comunicación masiva esparcen la palabra, aunque con un tono quizá demasiado alejado de la realidad objetiva, más hacia el lado de la metáfora y la peligrosa simplificación, que tiende sus raíces en el terreno del primitivo pensamiento mitológico.

Teoría del shock

Adriana Navarro

Doblegarnos, someternos, domesticarnos, imprimirnos una nueva personalidad, es el objetivo de la “doctrina del shock” aplicada por políticos neoliberales a prisioneros de guerra y a naciones enteras.
La periodista canadiense e investigadora del movimiento antiglobalización, Naomi Klein, publicó hace dos años la explicación a la “doctrina del shock” y comparó la relación entre las políticas límite neoliberales con los verdaderos shocks eléctricos de los hospitales psiquiátricos. Con las sociedades está ocurriendo lo mismo, dice Klein, y el principal recurso de dominación es la información. La “doctrina del shock” es una filosofía de poder y de cómo lograr sus propios objetivos políticos y económicos.
Klein plantea que las sociedades modernas son sometidas a electroshocks que permiten ablandarlas y someterlas a la aplicación de políticas neoliberales sin anestesia, tal cual lo pregonó el economista Milton Friedman y como lo aplicaron desde las dictaduras latinoamericanas hasta gobiernos como el de Margaret Thatcher, en Inglaterra o el de Estados Unidos. La idea es que una matanza, un desastre natural, o cualquier hecho “conmocionante”, abre paso a la posibilidad que Friedman pone como condición para que se aplique la política del shock a una sociedad domesticada por el miedo o el terror.
Es una filosofía que sostiene que la mejor manera, la mejor oportunidad para imponer ideas radicales de libre mercado, es en el período subsiguiente después de un gran shock.
“El capitalismo ha sido consistentemente traído a la vida por las formas más brutales de coerción, infligidas al cuerpo político colectivo, así como a innumerables cuerpos individuales”, indica Klein.
Forman parte de esta doctrina los golpes de Estado en América Latina, la guerra de Malvinas, la matanza Tiananmen, en China; los atentados a las Torres Gemelas o los desastres naturales que cada vez parecen más cotidianos. La herramienta de shock justifica políticas económicas de privatización, depredación, concentración de la economía en pocas manos, desempleo, empobrecimiento y hambre a costa del sometimiento de sociedades enteras.
Naomi Klein investigó los experimentos de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA), con la tortura por electroshock como forma de “desesquematización” de los detenidos o internados. Luego describe cómo esos tormentos, ese shock eléctrico es comparable a las políticas de un capitalismo que de otro modo no podría generar la dosis suficiente de atontamiento, miedo y parálisis que le permite doblegar a grandes sectores de las sociedades modernas. El arma de resistencia frente a este modelo de cosas es la información. Saber lo que ocurre y cómo, para poder generar pensamiento y acción que abran espacio a la vida.

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