Cuando la música se diluye

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El indie se abarata
La música indie es uno de esos casos en los que el término rebasa sus propios límites semánticos, se desborda en nuevas significaciones, se aleja cada vez más y más de su sentido original, hasta convertirse en ideas autónomas, no siempre fieles a sí mismas.
“Indie” es una abreviación de “independiente”, para definir a las agrupaciones que existen fuera de los catálogos de las grandes compañías discográficas: Sony, RCA, Virgin y Universal.
A pesar de que se ha diluido el significado, el indie no es un género musical, sino una forma de distribución.
El rock y el pop independientes son las formas más conocidas. Han acaparado la bandera para cobijar las peculiaridades de su sonido y remarcar el contraste con los productos discográficos prefabricados que, a su vez, habían acaparado los términos “rock” y “pop”, deformando las ideas del público.
A pesar de que se trata de empresas relativamente pequeñas que garantizan la libertad creativa de los músicos, sigue siendo la mejor oportunidad para dar a conocer y escuchar nuevos sonidos, sin importar qué tan lejano, recóndito o clandestino sea el grupo que los produce.
La auténtica música independiente es una inmensidad fragmentaria. En 2003 la constelación musical halló un perfecto medio de difusión en Myspace, que ofrece la mejor oportunidad para dar a conocer y escuchar nuevos sonidos.
El fenómeno de internet se extiende a otros servicios, como Youtube, Lastfm y las diversas formas de compartir y descargar discos enteros.
Además de éste, otro factor tecnológico llevó al clímax el movimiento indie: el relativo abaratamiento y consecuente facilidad para adquirir equipo electrónico necesario para realizar grabaciones de buena calidad.
El indie –todo parece indicarlo– seguirá flotando en el aire.

Melodías sin complicaciones
Uno de los tópicos (no exclusivo del mundo de la música) es la falta de originalidad y el empleo de fórmulas para colocar con éxito en el gusto del público uno o más temas.
Desde hace algunos años, la industria musical ha llevado a los distintos mercados una serie de producciones que rayan en lo cómodo y fugaz. Los ejemplos van desde el clásico cover, hasta los trillados homenajes que se escudan en figuras reconocidas. Bossa n’ Stones (temas de The Rolling Stones aderezados con bossa nova), Dud side of the moon (tributo a Pink Floyd, con agrupaciones de reggae), Here comes… El son (canciones de the Beatles con música cubana) y Rhytms del mundo (revisiones tropicales de Coldplay, U2, Radiohead, entre otros) son una muestra de este tipo de grabaciones.
La agrupación francesa Nouvelle Vague (foto) editó en 2004 un trabajo homónimo, en el que se conjuga preferentemente el bossa nova con temas icono de la new wave. A este disco le siguieron Bande í  Part y precisamente New Wave, en donde la fórmula se repitió. Algunos de los compositores que el grupo tomó para el experimento, fueron: Vince Clarke, Robert Smith, Ian Curtis y Andrew Eldritch, por citar algunos.
Otro proyecto que inicialmente ofreció un singular atractivo fue String Quartet. Su propuesta consintió en abordar obras de grupos populares con instrumentos de cuerdas.
Aún así, tras la aparente novedad y con el transcurso de un par de años, la receta sucumbió. Entre las bandas que String Quartet incluyó, se encuentran: Led Zeppelin, The White Stripes, Audioslave, Linkin Park, Tool y Dream Theater, logrando un total de más de 150 producciones.
En México cobró fuerza el fenómeno de los tributos musicales. Uno de los trabajos más recordados fue el homenaje a José José, en el cual participaron esencialmente bandas de rock, como Maldita Vecindad y Los Hijos del Quinto Patio y Café Tacvba.
Este fue el principio de una serie de producciones que posteriormente carecerían de atractivo y sorpresa.
A estas alturas resulta complicado encontrar formas novedosas para crear música. Muchos opinan que todo está dicho y que sólo es cuestión de darle un toque personal, lo que finalmente es lo más importante de toda obra original.

Valkirias y prometeos cantan en pasarelas
Ariadna se lamentaba por Teseo, mientras Dido exclamaba su dolor por Eneas. Así nació el canto operístico, uno que hacía oír los delirios apasionados de los dioses.
Monteverdi y Purcell abrieron el camino al traer a los escenarios, radicalmente distintos a los de hoy, a héroes y dioses. Mucho tiempo después, la tradición ha modificado sus convenciones. A través de la ópera se ha podido discutir lo que en cada momento histórico atraviesa el impulso creador, desde La nariz, de Shostakóvich, que irrumpe con su eclecticismo de polca, vals e interludio sinfónico, así como con la violencia de música sacra golpeada por gritos prosaicos, hasta La voz humana, de Francis Poulenc, o Nixon en China, de John Adams.
Son dos los elementos que han modificado el fenómeno operístico en su lado visible. Por un lado la vertiginosa rapidez del desarrollo tecnológico y su irrupción en los escenarios y, por otro, la imagen de los cantantes.
Quizá la transformación más lenta de “la obra de arte total”, como la llamaba Wagner, se ha dado no en la composición musical ni en lo aventurado o extravagante de sus temas, sino en sus intérpretes. Hasta el siglo XXI llegan las imágenes de valkirias y héroes guerreros, cuya característica principal es el peso rotundo no sólo de su voz, sino de su cuerpo.
Mujeres y hombres más que robustos han sido el signo básico que diferencia a un cantante de cualquier género y uno de ópera. Figuras como las de la catalana Montserrat Caballé y el desaparecido Luciano Pavarotti han mantenido la vigencia de esa imagen; sin embargo, la mentalidad y las formas de valoración continúan mutando.
Mucho se ha discutido sobre la crisis creativa en la ópera y como contrapeso, desde hace ya muchos años se mantiene lo que algunos llaman boom de la interpretación. Basta conocer los motes que posee una de las principales sopranos de la actualidad, la rusa Anna Netrebko (foto), a quien llaman “Madonna Rusa”. Más que a una diva, su figura y estilo de vida la acercan a una estrella de Hollywood o incluso a una rockstar. Junto a su pareja, el bajo-barítono uruguayo Erwin Schrott, cuyos atributos físicos están fuera de discusión, bien podrían ser el equivalente mediático de David y Victoria Beckham.
Este cambio no ha sido fácil, sobre todo si consideramos el caso de la soprano estadunidense Deborah Voigt, quien en 2004 fue despedida de la Royal Ópera House de Londres precisamente por su sobrepeso. Voigt se preparaba para interpretar a Ariadne, de la ópera Naxos, de Strauss, en un momento en que la potencia y calidad vocal no justifican en sí mismas la presencia de ningún cantante en un montaje operístico.
La soprano necesitó un triple bypass estomacal y cuatro años para demostrar al público y a los directores de casting y escena, que con 60 kilos menos estaba lista. Regresó al mismo escenario y triunfó.
La imagen de una nueva generación de cantantes líricos desdibuja claramente no sólo la descripción de las divas del siglo XX, sino también la forma de hacer y ver ópera.
Lejos de las cantantes pasadas de peso aparece Elina Garanca, mezzosoprano letona, quien además de poseer una magnífica voz, luce una figura esbelta, que mantiene, según dice, con prácticas tan poco comunes como el buceo.
Junto a ella los escenarios operísticos ceden cada vez más espacio al modelo de belleza popularizado en los medios, como el peruano Juan Diego Flórez, el mexicano Rolando Villazón, la estadunidense Joyce DiDonato, la soprano alemana Diana Damrau, y el tenor alemán Jonas Kaufmann.
Esta es la cara del nuevo glamour del mundo lírico, una que ha reducido más de cinco tallas.

La tecnología, la reina de la noche
Cada asistente paga una cantidad importante de dinero para ver un buen espectáculo, fenómeno que depende no sólo de la bella presencia y voz de los intérpretes, sino también de la orquesta, el coro, y en la actualidad, de los elementos visuales.
Primero fue el tiempo de los compositores, luego vino el dominio de los grandes directores musicales; después, la autoridad de los directores de escena, que se imponían incluso a los caprichos más arrebatados de los cantantes. Hoy pareciera que la ópera es de los escenógrafos.
La facilidad en el acceso a las grabaciones musicales y de video, así como las retransmisiones televisivas, el podcast, Youtube, Twitter, en internet, hacen posible la creación de nuevo público y a la vez, abonan a la conversión de este perfil de intérpretes en estrellas, mismas que independizan su canto del fenómeno operístico sin que aún tengamos claro qué efectos tendrá en este arte.
Para la ópera se dibujan múltiples horizontes. Esperemos que sean las nuevas composiciones las que se impongan –con un fresco repertorio–, a la tiranía del mercado.

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