Cine silencio y poesía

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La poesía, objeto preferido del lenguaje, no ha escapado de esa narrativa contemporánea que es el cine: que es palabras, pero sobre todo imágenes. Hay filmes incluso hechos enteramente con material poético, como El lado oscuro del corazón (Eliseo Subiela, 1992). Al igual que el cine del griego Theo Angelopoulos (1935-2012), que es poesía pura. Su filmografía (13 largometrajes) se caracterizó por una narratividad que hace pensar en la estructura de un poema: con un ritmo sostenido (aunque lento), sin una linealidad definida y atemporal. Poesía narrada, no imaginada ni leída, sino vista en imágenes, sostenidas en un entramado paisajístico que, valga la expresión, toca a manos llenas el cielo, o casi.
A Angelopoulos la Cinematíªque francesa en París le abrió los ojos: ahí se acercó a los trabajos de Bergman, Wajda y Antonioni, y con los realizadores franceses de la Nouvelle vague (Truffaut, Goddar y Chabrol); además de Kenji Mizoguchi y Orson Welles, de quienes bebería los elementos necesarios para la concepción de los grandes planos y las largas secuencias, base de su propuesta fílmica. El director griego fue un maestro en el manejo de las tomas abiertas: su cine, de largo aliento, concebido para “saborear el tiempo”, le debe mucho a esa capacidad de síntesis en lo desmesurado.
Grecia, mientras tanto, vivía tiempos convulsos. Se desata una Guerra Civil apenas concluida la Segunda Guerra mundial. Tiempo en que, sobre todo en el norte, se viven penurias y sobresaltos cotidianamente. Angelopoulos (como el poeta griego que regresa del exilio a su tierra natal a cantarle a la revolución, poeta del que habla en La eternidad y un día) vuelve a Atenas, donde se emplea como crítico cinematográfico en un periódico que se ve clausurado tras el golpe de Estado de Los Coroneles, que impondría un régimen dictatorial.
En 1968 concibe El programa, un cortometraje que reflexiona sobre los medios de comunicación en la década de los 60, y a partir de entonces no pararía de filmar: Eleni (2004) y El polvo del tiempo (2008) fueron sus últimos trabajos; El otro mar quedó inacabado. La mayoría de sus películas transcurre en el norte griego: una geografía montañosa, fría, de neblina constante y nevadas permanentes, el extremo opuesto de su origen, el aletargado Mediterráneo; el enclave de Los Balcanes, sin embargo, no escapó a su lente. Su lenguaje fílmico privilegia el estatismo: el paisaje, los personajes, las acciones y el devenir de la historia van a la cámara y no a la inversa. Esa era su doctrina, y le fue fiel hasta el final.

Mar adentro viaja tu isla
Su trabajo se fue condensando a lo largo de los años desde su primer largometraje, Reconstrucción (1970), y se agrupa en trilogías o en dípticos: la “Trilogía de la historia”, que abarca Días del 36 (1972), El viaje de los comediantes (1975) y Los cazadores (1977), repasa dictaduras (las del general Metaxas y la de Los Coroneles) y conflictos armados. Esta primera etapa del cine de Angelopoulos se centra en el agitado pasado y presente griegos, salpicado de su particular visión de la historia y el mito: que no le sirven sino para ponerlos a la altura del hombre. Suerte de epílogo de esta revisión histórica es Alejandro Magno (1980).
El “Tríptico del silencio” considera Viaje a Cítera (1983), El apicultor (1986) y Paisaje en la niebla (1988). De la anterior trilogía a ésta hay una hendidura en la visión del cineasta griego: deja atrás las convulsas políticas y de multitudes y se acerca al ser humano. Y el viaje como motivo, como causa de vida adquiere entonces preponderancia en sus historias y permanecerá en sus películas posteriores.
En Paisaje en la niebla Angelopoulos estructura una metáfora sobre la búsqueda, el desarraigo y el viaje. Vuola y Aléxandros (dos niños) parten hacia Alemania en busca de su padre. ¿Por qué no en Grecia?, ¿por qué en tierra extranjera? “Para soñar con algo”, dice un personaje. Su madre pudo mentirles sobre el paradero de su padre, pero los sueños de los griegos no están con ellos, están distantes, extraviados en algún sitio y deben salir a buscarlos.
La última escena del filme –escena por demás hermosa, memorable– condensa la búsqueda infructuosa: Vuola y Aléxandros, tras de que se despeja la niebla ya en tierras germanas, corren por un campo tomados de la mano hacia un árbol solitario que se yergue a mitad de aquella pradera: de rodillas lo abrazan. Esos niños prefiguran ya, según Santiago Fillol, los personajes de las películas de Angelopoulos en la siguiente década: seres expulsados y empujados por la historia hacia un viaje iniciático, el viaje hacia el origen.

Y Dios creó el viaje
El “Díptico de Los Balcanes”, compuesto por El paso suspendido de la cigí¼eña (1991) y La mirada de Ulises (1995), hace un repaso de los estallidos sociales y conflictos en Los Balcanes: una tierra que, por pertenecer a tantos, en el fondo no es de nadie. Quizá sólo pertenezca al que no tiene origen, al que vaga por sus fronteras, a esos despatriados que aparecen y desaparecen de los largos planos, bellos y silenciosos, de Angelopoulos. Esos que parecen decir, junto con César Vallejo: “El solo hecho de poseer un hígado y dos riñones, ¿no justificaría que nos pasáramos los días aplaudiendo a la vida y a nosotros mismos?” Y dejar de lado esa carga fatal de la nacionalidad.
Angelopoulos sostenía que el pueblo griego siempre ha sido un pueblo en movimiento, que no ha sabido estarse quieto. Y mucho debe sin duda a esa encrucijada balcánica. En La mirada de Ulises, el viaje que emprende el protagonista (de Tesalónica a Sarajevo, vía Constanza, Bucarest, Sofía y Skopje), un director de cine en busca de tres rollos de película sin revelar de dos fotógrafos-cineastas griegos de principios del siglo pasado (los hermanos Mannakis), adquiere las dimensiones de una odisea, y es evidencia de ese perpetuo trajinar al que se refería el director griego.
El panorama blanco que se abre a la mirada de Ulises (que anda a la caza de la mirada de los hermanos Mannakis), topa con pared: sabe que el viaje puede no tener retorno alguno, y si lo tiene –como le sucedió a la anciana a la que llevó a Albania–, corre el riesgo de no reconocer la ciudad, los rostros, el mismo cielo dejados al partir; incluso no reconocerse siquiera. Preguntarse a sí mismo y, a veces, no poder dar respuesta ninguna.
Hay aquí un homenaje del cine para el cine: las referencias a El nacimiento de una nación (D. W. Griffith, 1915), a Metrópolis (Fritz Lang, 1927), a Persona (Ingmar Bergman, 1966), a Cary Grant y al cine como espacio de proyección, resumen las pretensiones del viaje emprendido por el mismo Angelopoulos. Ulises viaja, sabedor de que es un trayecto largo, pero lo sostiene la fuerza de esta secreta convicción: “Al principio creó Dios el viaje.” Y Angelopoulos de algún modo se atiene a tal presupuesto.

El poeta que compraba palabras
El tiempo en La eternidad y un día (1998) amalgama y destroza todo: el protagonista, un viejo escritor que sabe que padece una enfermedad terminal, inicia un viaje –otro viaje de los muchos que Angelopoulos trazó en su filmografía, y de los que ninguno, o casi ninguno, llega a buen puerto–; un viaje hacia sí mismo: un camino que lo ha de llevar a arreglar sus asuntos personales para abandonarse a la muerte. En una entrevista dada en 2004 en Barcelona, Angelopoulos declaró: “Mis viajes son en busca de mí mismo, y de mi relación con el mundo. El viaje es movimiento. Si he viajado es porque no tengo casa. Y busco una.” Aléxandros, el escritor enfermo, hace eso mismo.
Obsesionado con concluir un poema inacabado de un poeta griego del siglo XIX, Aléxandros se pregunta “¿Por qué morimos?” en las horas previas a su ingreso al hospital: esta cuestión existencial recorre como un fantasma los filmes de Angelopoulos. El personaje, en flash-backs bien logrados (secuencias memorables del cineasta ateniense), va al pasado continuamente: a la vida con su mujer, al recuerdo del poeta griego que volvió a su patria para cantarle a la revolución, pero que desconoce la lengua griega y recorre ciudades y pueblos comprando palabras para componer sus poemas. Angelopoulos mismo es un prestidigitador que va componiendo películas sin necesidad de palabras, o por lo menos, no de muchas palabras, pues su cine, sin ser mudo, es un cine de silencio, de ese silencio que toma posesión del mundo ante la presencia de la poesía.

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