Central Camionera (1981)
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Un punto otrora neurálgico de la urbe, la ahora Central Vieja, fue hasta el fatídico 22 de abril de 1992 un lugar a donde todos iban, porque, como a Roma, todos los caminos llevaban —y salían— de allí

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Camiones de pasajeros, de carga, foráneos, locales, vacíos, llenos, rellenos, hasta el tope y más si se pudiera. Ahí como si fuera un “valle de birotes”, por aquí, por allá, cuántos, de recuerdo: de Guadalajara, de Guanatos, de la Perla Tapatía; para el café, la capirotada, para el lonche del maistro, del peón, del estudiambre, del pobresor.

El sol de las doce ilumina la Central Camionera con flojera. Ahí nada brilla. Todo está cubierto de hollín, de mugre, de aguas turbias que huelen agrio, a baño; todo es corriendo, pronto, prontísimo, como si te largara el camión.

Desde la ventana del autobús miras los hoteles: el Mónaco, el Emperador, el San José. Tienes la tentación de entrar, de ver, de oler. Por la R. Michel está La Calandria, el Vista Hermosa. Es de mañana, esperas el camión por Los Ángeles, te percatas que el Camionera-Centro-Talpita aún pasa con su color crema, lento y cuadrado; aquellos tiempos de la prepa se han ido, ahora son otros. Por esta avenida lees: Hotel Royal, Hotel Juárez. Cargas tus veinte años más el portaplanos y la regla “T”. En la mochila llevas el Cálculo de Piskunov, el de Estática de Beer Johnston más la libreta, estilógrafos, tinta, lápices, borradores, sacapuntas y la calculadora.

Es la Central Camionera, la que recibe a miles de fuereños que visitan a la ciudad por diversos motivos: el doctor, el familiar, de compras, de paseo o a la escuela. Acoge a los que se fueron por unas horas o por años. Camiones llegan y se van. La voz de la perifonista, casi canción, brota de la bocina anunciando las salidas: “Pasajeros con destino a Chapala, favor de tomar su autobús en el andén. Salida en cinco minutos”.

La Sala de Primera es adyacente a la calle de Los Ángeles. Sala de Segunda, a 5 de Febrero; ésta la más populosa, la que lleva a su destino a los del interior del estado, como si Guadalajara estuviera afuera y los pueblos adentro. En ambas todo se compra: boleto del camión, boleto de andén, y en el interior, todo carísimo: los lonches, tacos, dulces y artesanías.

Entras a la Sala de Segunda. “¿A dónde vas guapo?”. Una señora pasada del tostón te mira con sed. Va cargada de maquillaje, huele a crema Nivea. Lees en los carteles: Atoyac, Zacoalco, Techaluta, Tapalpa. “Cincuenta pesos con cuarto y regadera”. Más allá: Chapala, Jocotepec… “¿Cuántos años tienes?” La boletera te saluda amable. Es una morena de ojos bellos, no más de veinte años. Le pides un boleto con descuento de estudiante. Caminas hasta los andenes y la mujer te sigue. Antes de ingresar te dice al vuelo: “Yo también hago descuentos”.

Adentro todo está sucio. El mosaico rosa está desgastado hasta el cemento de tantos pasos e intentos por limpiarlo. Las butacas de espera, apenas puestas, lucen como si tuvieran añales; y es que soportan a diario kilos de inquietas posaderas. O como dijo Lope en voz de Finardo: “Debe de tener pesado/ lo que es el quinto elemento”.

Pero el lugar más sucio está al fondo. Imposible entrar. Sólo si el caso de urgencia lo amerita. Se acude ahí con temor. Damas/Caballeros. Son los baños del infierno. Y, oh sorpresa, llenos de personas que esperan, desesperan para ocupar una infesta taza de baño.

Hombres que leen, otros que fuman, que simplemente soportan la cámara de gas. Y amparando todo eso, el usuario anónimo con ínfulas de escritor que dejó ahí sus piensos (y dibujos): “Este es el gallito inglés…”.

Subes al autobús foráneo. Te acomodas atendiendo el verso: “Procure siempre la ventanilla de los camiones…” de El Pobrecito señor X. Vas de regreso. Hojeas el Cálculo en tanto el camión sale de la Central. Miras por la ventana a los hoteles y buscas en vano un cariño tierno.

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