Cambios y cambalaches

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Durante el gobierno de Vicente Fox se hizo famosa la idea de que México necesitaba un cambio, pero después de pocos años la sabiduría popular afirma que “la reversa también era un cambio”. Cambiar, lo atestiguaba Heráclito, es la única constante de la que podemos tener certeza. Todo lo demás se modifica y las alteraciones nos resultan tan ajenas que les tememos cuando resulta imposible controlarlas o prevenirlas. Lo anterior ocurre en la naturaleza, y a pesar de que el desarrollo tecnológico ha logrado aproximarse a la previsión de ciertas transformaciones que nos afectan, seguirán existiendo vicisitudes que escapan a nuestra voluntad. Así, resultan inevitables las modificaciones climáticas. Es ineludible cambiar en apariencia y salud, pero también son inevitables los movimientos de las placas tectónicas o de la tierra.
En el mundo de los humanos hay dos cambios que nos impactan: los cambios naturales que, como se afirma en el párrafo anterior, no está en nuestras manos controlarlos del todo, y los cambios culturales, introducidos por los hombres sobre el estado de las cosas y, por lo anterior, depende de los propios humanos la realización de enmiendas.
Nuestra forma de habitar en el mundo nos ha permitido realizar modificaciones a la naturaleza; en este sentido, la tala de bosques modifica la biósfera, pero el desvío del cauce de los ríos permite acercar el agua a los pueblos y las cosechas. Las posiciones ecologistas radicales desprecian la acción del hombre sobre la naturaleza, pero, siendo justos, hemos de reconocer que las acciones humanas sobre el desenvolvimiento de la naturaleza genera en ocasiones malestar, pero en otras, beneficios.
Hemos de referirnos a los cambios culturales como aquellas modificaciones que inciden sobre las creaciones humanas. En este sentido podemos reconocer como cambios culturales: una enmienda constitucional, la sustitución de un sistema tecnológico por otro, el reconocimiento de un paradigma científico alternativo o una reforma educativa.
En los cambios culturales ocurre algo similar a lo que sucede en los cambios de la naturaleza; en ocasiones no ofrecen ventajas, otras veces son insignificantes, y en ocasiones sus resultados son desastrosos. En este sentido, resaltando los resultados negativos de los cambios culturales, podemos afirmar que en la política puede favorecerse la injusticia, en ciencia, perder siglos de investigación por atender una teoría errónea, un avance tecnológico puede provocar accidentes no previstos y una reforma educativa podría ser un obstáculo en el desarrollo del conocimiento. Pero las proposiciones contrarias, como resultado del cambio, también son posibles.
La gran diferencia entre los cambios naturales y los cambios culturales radica en que los segundos actúan sobre realidades que dependen totalmente de la voluntad humana; no son ni obra de la naturaleza ni de los dioses. Estos tienen creadores y responsables. La obra y el cambio dependen de intenciones, intereses y pasiones humanas. Pero no son los humanos en abstracto: la propuesta de una enmienda constitucional depende de los diputados que la proponen y una teoría científica es obra de uno o varios científicos con nombres y apellidos.
Sin lugar a dudas hay muchas obras culturales que requieren transformaciones, pero resulta importante tener en cuenta que si impulsamos un cambio careciendo de profundos estudios y reflexiones de la realidad que pretendemos modificar, probablemente empeoraremos las cosas (por eso recordé a Fox al inicio de este artículo).
Hay por lo menos dos factores que transgreden el carácter positivo de los cambios culturales: la falta de previsión y la alteración de metas.
Cuando hablo de falta de previsión me refiero a la tendencia cultural a cambiar, partiendo de lo que Jean Baudrillard llamó “cambio simbólico al valor”; esto es, cambiar porque todos cambian y yo no me puedo quedar atrás. Por ejemplo: cambiar de atuendo o de refrigerador. La desventaja de realizar alteraciones de este tipo sin haber pensado bien sus consecuencias pueden ser: gastar dinero innecesario en las nuevas ropas o adquirir un refrigerador que no entre en la cocina. Pero parece obvio que equivocarnos cuando cambiamos el refrigerador tiene consecuencias menos impactantes en comparación con pretender reformar un sistema político o educativo, atendiendo principalmente a las tendencias culturales del cambio y dejando de lado reflexiones profundas que requieren lo modificable. Por lo anterior, parece imprescindible, antes de impulsar una innovación, haber satisfecho con hondura las siguientes interrogantes: ¿para qué queremos el cambio?, ¿qué esperamos de los cambios?, ¿lo anterior ya no funciona bien?, ¿no empeoraremos las cosas con el cambio?, ¿existen condiciones para el cambio?, ¿no estamos atendiendo sólo modas?
Cambiar desatendiendo los fines de un objeto cultural también llega a generar consecuencias poco deseables. Cuando un científico se ocupa más por obtener estímulos económicos o tener distinciones en lugar de generar conocimiento, entonces poco podemos esperar de este científico; cuando un político se preocupa más por su enriquecimiento personal y se olvida del bienestar de la comunidad, hará otras cosas, pero no política y, cuando un modelo educativo se modifica atendiendo tendencias económicas, modas cibernéticas o políticas internacionales, olvidando la búsqueda de conocimientos, entonces habrá escuelas con bellos reconocimientos, páginas electrónicas vistosas, abundancia de recursos y hasta el aplauso de sus miembros, pero… ¿y el fin de la educación?

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