Así habla Sharon Olds

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A los treinta y siete años, tras doctorarse en la Universidad de Columbia, Sharon Olds hace un trato con Satán (“no el Satán de la Biblia, sino el de El paraíso perdido de Milton”, como cuenta la poeta). Pacto que consistió en dedicarse a la poesía, aún si a costa de ello sacrificara su aprendizaje universitario. Satán dice, publicado en 1980, es el primer legado de ese acuerdo, la primera obra con la que Olds, a la manera de un aprendiz de anatomía, se interna y explora el cuerpo poético: “¿Existe algo sobre lo que no se deba o no se pueda escribir en un poema?”. Y, encerrada en su caja de cedro, la mujer que narra en ese libro, escucha a Satán: “Di mierda, di muerte, di que el padre se joda […] ¿No te sientes mucho mejor? […] Di: la polla del padre, el coño de la madre y te sacaré”.
Poeta contemporánea norteamericana, nacida en 1942 en San Francisco, su escritura transita por la línea de autores como Muriel Rukeyser —con quien estudió en Nueva York— Sylvia Plath y Anne Sexton. Con frecuencia sus escritos son catalogados como “confesionales”. Mas, ¿en qué medida el “yo” del poema es igual al “yo” del poeta?, o, según responde ella en una entrevista: “Uso la frase poesía aparentemente personal para el tipo de poesía a la que pienso que la gente se refiere como ‘confesional’. Aparentemente personal porque ¿Cómo podemos saber en realidad? No podemos”.
Hay, entonces, parafraseando a Fernando Pessoa, una vida que es vivida y otra vida que es soñada; la vida del arte —por más similitudes que se encuentren— representa una esfera distinta a la “vida vivida” o, incluso, si ciertas experiencias son plasmadas en un poema, éstas pasan a formar parte de ese otro mundo, del mundo artístico, y han sido de algún modo transfiguradas, pues de lo contrario, cualquier expresión de lo vivido, cualquier confesión sería poesía, y evidentemente no es así. El “valor de shock” de la poesía de Olds, no se deriva entonces, como señalan algunos detractores, de explorar el dolor de vivir en familias disfuncionales —lo mismo que se apunta sobre Sexton.

La primera en lanzamiento de cuchillo
El cuerpo es el espacio central en Satán dice. Un espacio devastado que canta sus ruinas. Más que celebración o lamento, como comprensión primera: el cuerpo es —escribe Merleau-Ponty— mi punto de vista sobre el mundo. “Chupé la vida del cuerpo de mi madre / en el oscuro cuarto exterior sobre el mar”, leemos en “La hija creciente”. Cuerpo que representa el vínculo con los demás, la forma de conocimiento por excelencia, dado que es a través de éste como estamos en el mundo, nos encontramos con el otro: “su cuerpo vivo como la prueba de mi cuerpo vivo”.
Relaciones —con el mundo, con los otros— que no son tampoco llevadas a un plano idealizado, sino que manifiestan el padecer corpóreo, que alcanza los rincones del sufrimiento y el goce. Olds exhibe esa inserción del cuerpo en el mundo con el oído atento a Satán, al ángel caído que a partir Milton en su Paraíso perdido se aleja del demonio bíblico, para revestirse de una magnificencia poética de la que carecía.
Murmura Satán “Ahí tienes tu ataúd”, y en la caja de cedro se revuelven amor, incesto, ternura, dolor, materia sexual. “El amor inventa un cuerpo que no es objeto, / una polla que no es cosa, un pecho tan / personal como un amante. / El noble animalito de los sexos / que preferiríamos morir antes que devorar”.
Cuerpo erotizado con que se penetra al mundo, con que se ama y violenta la realidad y a los otros. Por eso la poesía de Olds desgarra prejuicios, valores impuestos. Por eso su lenguaje descarnado busca despojarse del disfraz, las palabras son el bisturí con que se disecciona el cuerpo de lo sensible, sin atender a tabús: “Ja, soy la madre que queríais / matar. Aguardo mi hora con él, / meciendo, tejiendo, follando, creciendo / rotunda en lo negro salpicado de / sangre. No hay camino de regreso”. A la manera de Byron proclama la sensación, tal es el modo de estar ciertos que existimos, aún a costa del dolor, aún distanciándonos de consideraciones morales.
El poemario de Sharon Olds resulta un eco de las palabras de Zarathustra que expresan más razón en el cuerpo que en los más sabios pensamientos, que preguntan si quizá sería mejor que el cuerpo prescindiera de cualquier otra sabiduría que no le sea propia. Resulta una invitación a una experiencia estética-erótica, desnuda de convencionalismos. Su transgresión no parece una mera fascinación por lo prohibido, sino un cuestionamiento sobre “esa otra” realidad que en ciertos discursos es velada o directamente negada; realidad que, no obstante, se encuentra presente al menos desde la literatura trágica griega. Expresión del polo salvaje que nos hace empatizar con lo sensible.
Y quién sabe si para su lectura debamos —a la manera del poema “Los indispensables ojos” — recorrer esos pasillos (de Satán dice) de la mano de las muchachas ciegas, hacer nuestras gafas cada vez más penetrantes, acabar con el miedo de levantar los párpados, amar al fin nuestra “vista terrestre”.

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