Anse el Ulises de Faulkner

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Alguna vez el escritor y crítico estadunidense Conrad Aiken consideró que cuando Henry James, en un ensayo sobre Balzac escribió que “su sensibilidad carece de gracia, es violenta y bárbara. […] Lo embargaba la alucinación y en esas circunstancias creía todo lo que fuera necesario”, bien pudiera haberse referido a William Faulkner (1897-1962) y su novelística.
Mientras agonizo (1930), quinta novela de Faulkner y en la que por primera vez aparece el nombre de Yoknapatawpha, “mi condado apócrifo”, según palabras de él mismo, tiene un poco y un mucho de eso de lo que se le ha acusado. Se trata de una novela que transcurre con base en monólogos: donde de pronto hay placidez, calma, pero a ratos sobreviene la furia, el desastre. “Los monólogos de Faulkner recuerdan esos viajes en avión plagados de zonas de turbulencia”, escribiría Jean Paul Sartre. Pero, hasta el final, “el lector sí permanece inmerso, quiere permanecer inmerso”, apunta Aiken.
Faulkner la escribió, según dijo en una entrevista concedida a la Paris review (1956), en seis semanas (aunque en realidad fueron ocho: del 25 de octubre al 29 de diciembre de 1929), de madrugada, en el tiempo libre que le dejaba su empleo como bombero y vigilante nocturno en la central eléctrica de la Universidad de Misisipi.
La novela relata la odisea de la familia Bundren (Anse, el padre; y sus hijos: Cash, Darl, Jewel, Dewey Dell y Vardaman) para dar sepultura a Addie, esposa de Anse y madre de sus cinco hijos, que pidió, mientras agonizaba, que la enterraran con los suyos en Jefferson, que dista 60 kilómetros del lugar donde viven.
En su lento y accidentado caminar tratando de llegar a Jefferson la rancia tozudez de Anse de no aceptar ayuda de nadie, se convierte en el más imponente obstáculo. Y una parvada de buitres les ensombrece el cielo, pues Addie comienza a pudrirse dentro de ese ataúd casero que construyó Cash. Anse, aun cuando va sobre la carreta y lleva el ataúd a sus espaldas, es, al mismo tiempo, uno de esos buitres hambrientos y negros.
Como jefe de familia y de la expedición, Anse concentra una y mil calamidades, y por ello mismo se sabe tocado por la mano de Dios. Hay en él una especie de fatalidad que lleva orgulloso, pues en el fondo está convencido de que es un mal trago que será recompensado: “Yo soy un elegido del Señor, porque Él castiga a los que ama”. Marcel Aymé señala que: “[…] mientras más brutales, crueles, sanguinarios, lujuriosos y coléricos son los personajes (en las novelas de Faulkner), más tangible es la presencia de Dios”. En Anse es reconocible esa particular seña divina.
Anse es consumido, al lado de los suyos, por la promesa dada a Addie. Dice André Malraux que “una intensa obsesión aplasta a cada uno de sus personajes, y en ningún caso los personajes logran exorcizarla”. Es decir, acaban sucumbiendo ante aquel aluvión de pesares y dolores que los encierran. El mismo Malraux apunta que Faulkner es dado a “colocar a sus personajes frente a frente con lo irreparable”: Cash (que se rompe dos veces la misma pierna y no ayuda a Darl en el último momento), Darl (que incendia el establo de Gillespie con la esperanza de que arda el ataúd donde su madre se pudre tras siete días de vagar y acaba en la cárcel), Jewel (que pierde su caballo y vive en perpetuo odio de todo y de todos), Vardaman (que dice que su madre es un pez y anhela un tren eléctrico de juguete que no llega a sus manos) y Dewey Dell (que está embarazada y quiere deshacerse de lo que lleva dentro, pero no lo logra). De esto irreparable, absurdo a veces, violento y brutal casi siempre, ninguno sale bien librado (salvo Anse); antes bien acaban reducidos, inservibles, desquiciados, débiles.
“Los héroes de Faulkner nunca ven hacia delante. Miran hacia atrás mientras el camino sigue arrastrándolos”, escribió Jean Paul Sartre. Anse fue arrastrado, pero regresó a su ítaca particular, donde Penélope (“Os presento a la señora Bundren”) lo esperaba herido, pero regenerado. Para el mismo Faulkner: “La familia Bundren se las arregló bastante bien con su destino”, dijo a la Paris review. Y Anse es el mejor ejemplo de ello.

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