Anita Ekberg

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El pasado martes trece de enero, en Roma, se llevaron a cabo los funerales de la actriz sueca Anita Ekberg, fallecida el once de este mes a los ochenta y tres años; sin embargo, ni la noticia de su muerte, ni sus exequias —a pesar de haber dado la vuelta al mundo por su importancia—, tuvieron el impacto emocional en la gente, como sí la tuvo, por ejemplo, la muerte de Michael Jackson, pese a que en importancia, se podría decir, ambos gozaron una misma altura en fama y aprecio. Esto nos lleva a un perogrullo: se viven otros tiempos; y también a decir: los nuevos públicos del mundo ya no recuerdan a Anita.

No obstante, los romanos le rindieron un cariñoso homenaje en la Fontana di Trevi (actualmente en reparación, de acuerdo a los diarios italianos), sitio donde la Ekberg bañara su voluptuoso cuerpo, y donde sobre los andamios de metal colgaron un afiche con su imagen con la frase de “Ciao, Anita”.

Cualquiera que haya visto la película La dolce vita sabrá, en todo caso, que la devoción de los romanos por Silvia, el personaje interpretado por Anita Ekberg, es sincera y perdurable. Todo aquel que se haya deleitado con su sensual presencia comprenderá por qué Federico Fellini la acogió como su musa y nadie dudará de la memoria de esos que le realizaron el reconocimiento a Anita. ¿Pues hay mejor elección que aquella que se decide desde el cuerpo, desde el corazón?

En mil novecientos sesenta, por indicaciones precisas del cineasta Federico Fellini, Marcello Mastroianni y Anita Ekberg hundieron, como casi todos sabemos, los pies en las aguas de la fuente para lograr una de las escenas más iconográficas, como lo dicen los críticos, de la cinematografía universal. Ver de nuevo una y otra vez la escena es una delicia y, también, uno de los placeres más candorosos que puedan existir, porque cada uno —hombre o mujer— podría ser esos amantes traviesos que se atrevieron a entrar y besarse en una de las fuentes más amadas por los romanos, y éstos, es claro, lo saben desde hace más de cincuenta años. Volver a mirarlos estar allí, en las aguas de la fontana que canta, es volver a un pasado que es un presente perenne: las imágenes son imborrables, pues es claro que cada vez que las veamos volverá a suceder que ella, la hermosa sueca que a los 19 años fue miss Suecia, gritará: “Marcello ven aquí”, pero Marcelo no acudirá, sino que nosotros seremos los que vayamos, seducidos por la belleza de Anita, y la tomaremos en nuestros brazos para, acto seguido, besarla, hacerla de algún modo nuestra, darnos el placer único, lo sabemos, de sentir la cercanía de ese cuerpo y ver de cerca su hermoso rostro.

Aunque Anita Ekberg será recordada por la eternidad por su actuación en La dolce vita, quienes la conocen y siguieron su trayectoria a tiempo o a destiempo, pueden afirmar que la rubia mujer no solamente fue una de las más bellas de su tiempo, sino que además era una dama de enorme talento, sus trabajos para la gran pantalla comenzaron en los años cincuenta con la película Abbot and Costello go to Mars, y se prologaron con eficacia hasta el año de mil novecientos setenta y ocho cuando actuó en la cinta La monja asesina de Giulio Berruti.

Ha muerto, es verdad, Anita Ekberg, y quienes saben de ella, como los romanos que acudieron a la fuente, intuyen que en realidad ella es inmortal, porque por siempre rondará la Fontana di Trevi, no como un fantasma, sino como un cuerpo deseado y amado, como una carne deliciosa y apetecible, como una mujer que todos hubiéramos querido acariciar y besar, hundidos en las aguas cristalinas de una fuente que ahora, estoy seguro, es una especie de lecho donde podríamos quedarnos a retozar con ella…

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