Yo culto

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    Unas rejas me separaban del concierto. Pensé en brincarme, luego vi a los policías que ya sacaban a dos chicas que habían hecho lo que yo estaba pensando.
    Revolviendo mi cartera vacía, veía cómo llegaban esas mujeres vestidas a última moda con tacones tan altos. Vi a través de las rejas cómo los jóvenes con celular en la mano resolvían lo último de sus negocios, tenían risas amplificadas y daban fuertes abrazos a los colegas.
    Esos chicos que bajaban de autos lujosos, tenían la fortuna de entrar, ¿por qué yo no?
    Me decidí a escuchar el concierto desde la calle, sin embargo, fue una noche de silencio. Lo último que mis oídos percibieron fue la tercera llamada: comenzó el espectáculo, todos los que iban por la pasarela se observaban, sonreían, se sabían privilegiados, escucharían lo mejor de la música actual.
    La actitud elitista y excluyente se ha reproducido por cientos de años en nuestro país. En este tiempo continuamos actuando bajo el concepto de lo que se vivía en la Colonia. Así lo reafirma el director del Instituto de investigaciones estéticas, de la Universidad de Guadalajara, Efraín Franco Frías.
    A la sociedad mexicana se le ha dicho que una persona culta es la que consume el arte de élite, como la ópera, el teatro, la danza o la música clásica, y para consumir esos bienes hay que asumirla con una actitud casi espiritual y corporal, como asistir a un magno rito. “Esas grandes falacias del arte las generó la aristocracia y las reproduce la burguesía porque contribuyen a sus propios intereses”, sostiene Franco, con actitud desafiante. “Aunque no le guste el concierto, debe estar ahí por el sentido de pertenencia a esa clase social aristócrata. Asisten al Teatro Degollado porque eso les da status. A la sociedad se le ha enseñado que ser culto es consumir cierto tipo de discursos, bienes, materiales y símbolos”.
    Uno de esos símbolos, por ejemplo, no son los tastoanes. En los últimos años hemos tenido un retroceso conceptual sobre lo que es cultura, han llegado al poder personas con una mentalidad conservadora, retardataria que se identifican con don Porfirio Díaz y su gavilla, por ende no impulsan una democratización de la cultura. “Si vas a ver a los tastoanes o la danza de los viejitos te llegan a decir que eres un naco, mientras si dices que fuiste a ver el Lago de los Cisnes te llaman culto”.
    El problema fundamental recae en que no hay una verdadera política cultural de Estado. En México, José Vasconcelos –a principios del siglo pasado– conformó una política cultural nacionalista para crear una identidad, donde los mexicanos se conocieran a sí mismos y reconocieran a los demás, y estas tácticas funcionaron hasta los años 60. En esa década hubo una fractura entre el proyecto de nación y la juventud.
    El país se transformó en una sociedad urbana, los jóvenes tuvieron mayor acceso a la universidad y las mujeres participaron en las decisiones sociales.
    Las clases media y alta comenzaron a identificarse con las expresiones contraculturales como el rock and roll, y los símbolos de paz, amor, libertad sexual y consumo de fármacos.
    Los jóvenes no estaban de acuerdo con las tomas de decisión vertical del gobierno y tampoco con los símbolos culturales como “el charro”, que utilizaba el Estado para homogenizar a la sociedad.
    Los jóvenes se identificaron con los símbolos y sonidos de otras culturas. Es la época donde se evidencia lo que Samuel Ramos enunció en su Perfil del hombre y la cultura en México (1934): “Hemos sido un pueblo mimético, hemos vivido del remedo porque no hemos creado un proyecto cultural y social”.
    Efraín Franco recordó que en 1988 fue cuando el Estado crea el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA), que dio cabida a diversas expresiones artísticas y culturales, incluyendo a empresas que se dedican a la organización de actividades, generó programas, entre ellos el de Jóvenes creadores, becas para estancias artísticas y traducciones.
    Sin embargo, CONACULTA no ha logrado integrar los planes culturales entre el municipio, estado y federación. Además, las políticas culturales no han funcionado porque dentro del gobierno se han generado “mafias artísticas”: en los cincuenta eran encabezadas por Alfonso Reyes, Octavio Paz y Carlos Fuentes; luego fueron José Joaquín Blanco, Héctor Aguilar Camín, quienes determinan, como santones de la cultura, a quién becar, a quién dar los apoyos. “Algo que debería ser incluyente se vuelve un medio para controlar y beneficiar a quien forma parte del grupo”, dijo el investigador.
    Hace tres meses, el escritor mexicano René Avilés Fabila denunció cómo se maneja el Sistema Nacional de Creadores, como una mafia que reparte los beneficios de esos estímulos económicos.
    El Estado mexicano no genera la inclusión de la diversidad étnica y cultural. En este siglo se ha apoyado a las altas formas de la cultura, sin embargo, lo que permite una verdadera identidad para el pueblo mexicano es la cultura popular para generar un rostro propio, con su gastronomía, literatura, música, y que desde siempre han sido despreciados.

    Snob and the city
    La brecha social entre la clase obrera y aristocrática en México a principios del siglo pasado era mayor. Se notaba principalmente en la ropa: los hombres utilizaban botines fracs y bombín; las mujeres vestidos largos, sombrillas y guantes; todos de acorde a la moda francesa. Mientras que el campesino portaba el calzón y la camisa de manta.
    Para la construcción de los edificios de la ciudad de México, como Bellas Artes, no se escatimó en recursos económicos, se embelleció el Paseo de la Reforma y se construyeron los inmuebles más representativos de los mexicanos, como el íngel de la Independencia. Fue una inversión grande respecto a lo que se destinaba para la población desprotegida, ya que en ese tiempo creció el número de las tiendas de raya y la clase aristocrática era muy reducida, explicó la historiadora egresada de la Universidad de Guadalajara, Cristina Urrutia.
    El reclamo de la revolución fue la falta de integración de todos los estratos sociales. La clase élite y quienes quieren pertenecer a ella, siempre han existido, coincidieron la historiadora Cristina Urrutia, Arturo Camacho, investigador del Colegio de Jalisco y Rogelio Luna, director del Departamento de sociología de la UdeG. “En todas las sociedades de todos los años ha habido la clase de la élite, y la gente que asiste a eventos con sus mejores galas lo hace por el roce social, es parte de la sociabilidad, de la motivación que da status”, explicó Luna.
    “Ahora se ve más por los nuevos teatros y auditorios como el Telmex y el Diana, donde asisten personas con sus mejores trapos, desarrollan cierto lenguaje con el objetivo de caber en esa clase social y no verse como un advenedizo. Pero esto sucede en todas las sociedades del mundo. Antes tenía otra lógica, se justificaba con otros valores, por ejemplo, en el porfiriato uno buscaba el roce de la aristocracia, las motivaciones eran rozarse con la élite”, dijo el sociólogo.

    Folclor por cultura
    Hay a quienes les gustaría ir a eventos pero no pueden, lo cual genera un resentimiento social y la mejor venganza adoptada por los excluidos es mofarse, ironizar, burlarse o hacer chistes de la clase aristocrática.
    Anabela Giracca, experta en inclusión de los pueblos indígenas y encargada de la Cátedra UNESCO para el fortalecimiento de la diversidad cultural en América Latina, indicó que es obligación de los Estados apoyar sin discriminación las manifestaciones artísticas, a través de las políticas culturales.
    “Las políticas culturales incluyentes son un derecho humano, es ese poder sentirme parte de un grupo o de una cultura. Hay gobiernos racistas que no permiten a sus pueblos transmitir su cultura, y enseñar su interpretación de la realidad, son países excluyentes que desde la hegemonía del poder, blanco y metropolitano, un poder que se maneja con la aspiración a la blancura, y que se repite una y otra vez en América Latina, planteando las políticas a favor de quienes tienen el poder para seguir manteniéndolo”, dijo la colombiana Giracca.
    Las voces de los pueblos indígenas no se toman en cuenta, sólo se folclorizan y se utilizan para venderlo al turismo. “El folclor es aquella forma que explota lo visual, el color, la parte estética y deja por un lado el valor humano. El uso y abuso de la diversidad cultural hace la exclusión humana y sólo resalta la expresión artística, el folclor deja sin raíz y sin fondo a las manifestaciones artísticas”.
    La exclusión ha generado enormes brechas: inequidad, racismo y discriminación, fenómenos que vienen arrastrándose de siglos atrás, que se modernizan y van cambiando de cara. “El modelo que no respeta a las culturas es un modelo fracasado. Debemos educar a ciudadanos incluyentes, ciudadanos democráticos, capaces de entrar en el otro para generar entendimiento”.
    El investigador Efraín Franco indicó que los gobiernos no deben seguir tomando decisiones de manera vertical, unilateral y nepótica. Romper con ese esquema sería romper con la inclusión y exclusión. La democratización de la cultura es romper con los esquemas elitistas.
    La gente de a pie sabrá que ir al tianguis cultural es una forma de consumir bienes culturales, que ir a una exposición pictórica, al teatro o a un toquín será remover el viejo concepto de cultura.

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