Visiones de realidad y literatura

Sus directores tuvieron el escenario ideal: chozas, palacios y comarcas derruidas y, sobre todo, un pueblo pobre que se convirtió en el personaje principal de una cinematografía que se levantaría como la primera vanguardia de la posguerra. El neorrealismo fue el encuentro con una poesía, que tenía en la imagen fragmentada, su metáfora por excelencia

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Se narra que al estreno de Obsesión, el crítico y productor cinematográfico Vittorio Mussolini, segundogénito del Duce, salió indignado de la sala de proyecciones gritando: “¡Ésta no es Italia!”. Corría 1942, año en que ese filme del milanés Luchino Visconti sentó las bases estéticas y estilísticas del movimiento cinematográfico italiano más importante, influyente y reconocido a escala mundial: el neorrealismo.
La fuerza y la crudeza con la que éste y otros directores describieron un país flagelado por la guerra y las penurias de los años sucesivos al conflicto, suscitaron reacciones también fuera de los círculos fascistas. El público que asistió a la prima de Ladrones de bicicletas, de Vittorio de Sica, al final de la proyección en el Metroplitan de Roma, pidió escandalizado que se le regresara el dinero del boleto, mientras que otras películas, por ejemplo Stromboli tierra de Dios, de Rossellini, recibieron las acusaciones de la jerarquía católica por sus tintes anticlericales y por la forma en que en ellas se retrata al sexo.
Inclusive, los neorrealistas no gozaron de las simpatías de los gobernantes, tanto de la izquierda, que les achacaba el hecho de no tomar posiciones políticas claras en sus películas, como de la derecha conservadora que gobernó en la posguerra, por su visión pesimista de la realidad. Tanto que en 1949 el entonces subsecretario de espectáculos, el democristiano Giulio Andreotti, emanó una ley para frenar la incursión de la filmografía norteamericana pero también los “excesos” del neorrealismo.
A pesar de todo este movimiento, que tuvo una duración relativamente breve —de 1942 a 1950, aproximadamente—, revolucionó no solamente el cine italiano, sino que marcó el pasaje del cine clásico al moderno, como sostuvo el filósofo francés Deleuze, e influenció la producción cinematográfica sucesiva en varias partes del mundo.

Una estética de la realidad
En 1945 Roma era una ciudad destruida por la guerra. Miles de personas se quedaron sin hogar y los estudios romanos de Cinecittí  â€”el Hollywood mediterráneo— se convirtieron en un hospicio para atender a desamparados y heridos. Esto marcó una necesidad y al mismo tiempo una de las características principales del neorrealismo: las tomas en exteriores y en los lugares mismos donde se desarrolla la acción, empleando actores no profesionales, privilegiando de esta manera ambientaciones realistas.
Pero la falta de un espacio en donde grabar, y también de recursos, otra de las peculiaridades del movimiento, explica solamente en parte esta elección estilística. Fue la exigencia de relatar los horrores del fascismo y las atrocidades del conflicto lo que empujó a la calle a estos directores, que en su mayoría ya trabajaban durante y para el régimen.
Después de veinte años de cinematografía oficial, de censura y de apología de la dictadura, que se concretó en los llamados filmes de los telefoni bianchi, como por ejemplo El barco blanco de Rossellini, los cineastas optaron por describir los sufrimientos y las problemáticas de la gente común, que habían sido escondidas bajo el barniz glorioso de las gestas militares o políticas, y olvidadas por la literatura oficial y la propaganda.
Para esto, en los años 40 el contexto italiano ofrecía un teatro ideal: chozas, palacios derrumbados, pueblos aniquilados, escenarios en los que los neorrealistas retratan la vida cotidiana de un pueblo agotado y que busca, antes sobrevivir a la guerra, y luego reconstruir su existencia truncada por las hostilidades. Pobreza, desempleo, locura y luchas partisanas escurren en la pantalla creando ambientaciones cargadas de emotividad, en parte por la espontaneidad de los actores, pero sobre todo por la dureza de las imágenes.
Los “hechos” se yerguen a sujeto principal de las historias, que son documentadas de una forma lo más cercana a la realidad. Mas este apego a lo “real”, no implica necesariamente una transposición fiel de los sucesos. Según el crítico francés Bazin, el neorrealismo se basa en una “re-creación de una nueva forma de realidad, elíptica, errante, osciladora”, en la que la imagen se convierte en imagen-hecho, que produce “un de más de realidad”.
Cesare Zavattini, guionista que trabajó con Vittorio De Sica, con respecto al neorrealismo dijo que “es el arte de los encuentros fragmentarios, efímeros, truncados, mancados”. La acción es sustituida por el pasearse: no se trata de medir el espacio o de modificar las situaciones, sino de cruzar el espacio y dejarse modificar por las situaciones.
Inclusive, Gilles Deleuze sostuvo que en el neorrealismo lo principal no es tanto lo real, sino lo mental. “Los personajes, más que actuar o reaccionar se limitan a registrar, más que ser involucrados en una acción, son consignados a una visión”, escribe el filósofo en su obra La imagen-tiempo.
Memorable, en este sentido, es la escena de Roma, ciudad abierta, filme de Rossellini considerado el primero de la época neorrealista, en la que Pina, interpretada por Anna Magnani, es trucidada por las tropas alemanas bajo la mirada de su hijo, en el intento desesperado para impedir que los nazis se llevaran a su marido.
En ésta como en muchas otras escenas, detrás de la enfatización dramática de la actuación y del montaje de la sucesión de las tomas, se percibe una clara posición ideológica y una elección estética del director. Como escribió Bazin en su ensayo El realismo cinematográfico y la escuela italiana de la Liberación, publicado en 1948 en la revista Esprit, “la narración, que nace de una necesidad biológica antes que dramática, florece y crece con la verosimilitud y la libertad de la vida”.
El crítico sostiene lo anterior en aras de demostrar cómo la cámara se convirtió en una sola cosa con el ojo y la mano que la mueve. En particular, refiriéndose a la película Paisá, de Rossellini, menciona que “la unidad de la narración cinematográfica no es la toma, punto de vista abstracto sobre la realidad que se analiza, sino el ‘hecho’. Fragmento de realidad bruta, en sí múltiple y equívoco, cuyo ‘sentido’ sale a posteriori gracias a otros factores entre los cuales el espíritu establece relaciones. Sin duda el director bien escogió entre estos hechos, pero respetan su integridad ‘de facto’”.
Como escribió el director italiano Michelangelo Antonioni, en un artículo sobre La tierra tiembla de Visconti: “Las obras duraderas son siempre fruto de una relación dialéctica entre el autor y el mundo. El autor pretende muchas cosas: describir, narrar, desenmascarar, conmover, y si a veces un propósito contamina el otro y compromete así la clareza, poco importa. El arte puede, no debe ser claro”.

Neorrealismo y literatura
Aun si son innegables los antecedentes cinematográficos del neorrealismo, sus orígenes se tienen que rastrear en un contexto intelectual más amplio y heterogéneo. Si en películas como 1860 (1934) de Alessandro Blasetti y Toni (1935), de Jean Renoir, y en general de los directores del realismo poético francés, se encuentran ya algunos de los rasgos tanto narrativos como técnicos que luego exaltarían los neorrealistas, es en la literatura donde se pueden encontrar influencias recíprocas más directas.
En el mismo nombre, cuyos orígenes se pueden asociar a los movimientos artísticos de la época, como el alemán Kammerspiel que se fundaba en el concepto de Neue Sachlichkeit (nueva objetividad), fue empleado el prefijo “neo” para diferenciarse del realismo literario del siglo XIX. Referencias directas además se encuentran en el verismo, corriente de inicio del Novecientos, de la cual el escritor Giovanni Verga fue el máximo representante y cuya novela Los malasangre, fue readaptada cinematográficamente por Visconti en el citado filme La tierra tiembla.
Sin embargo, la relación con la literatura no consiste principalmente en las transposiciones de textos a la pantalla, las que son relativamente pocas, sino en lo que Italo Calvino, en el prefacio a su libro El sendero de los nidos de araña, definió como la “voz anónima de la época”. “Más que como una obra mía lo leo como un libro nacido anónimamente del clima general de una época, de una tensión moral, de un gusto literario que era aquel en que nuestra generación se reconocía, después de la Segunda Guerra Mundial”.
Esta necesidad de narrar, de narrar de una forma nueva, y este sentir común se caracterizan por una misma concepción del arte y por una ósmosis creativa que en algunos momentos verá al cine guiar a la narrativa. Ambiente cultural que, empero, se desarrolló primariamente en la literatura, a partir de los años 30, con la corriente del “nuevo realismo”, cuyos representantes, Ignazio Silone, Alberto Moravia y Cesare Pavese, fueron precursores en el tratar temáticas como el antifascismo, la crítica a la realidad social italiana y la descripción de sus problemáticas.
En este sentido la figura de Zavattini, guionista, escritor y periodista, representa el aro de conjunción entre cine y literatura. “El lenguaje cinematográfico está lleno de las mismas posibilidades del lenguaje literario”, afirmó el también dramaturgo y pintor, quien creía que el director usa la cámara como un escritor la hoja blanca sobre la cual escribe.
Su colaboración con De Sica marcó unos de los puntos más álgidos de la relación entre estas dos expresiones artísticas, en particular en la que se considera la obra maestra del neorrealismo, la cinta Ladrones de bicicletas. Al respecto, su director una vez declaró que “la literatura descubrió hace tiempo esta dimensión moderna que puntualiza las mínimas cosas, los estados de ánimo considerados demasiado comunes. El cine tiene en la cámara el medio más adapto para captarla. Su sensibilidad es de esta naturaleza, y yo mismo concibo así el tan debatido realismo”.
Finalmente, si el mismo Bazin comparó la estructura narrativa de las películas neorrealistas a la de la literatura norteamericana de inicio del siglo, en autores como Faulkner y Hemingway, es otra vez Antonioni, en el citado artículo sobre Visconti, quien posiblemente mejor caracteriza esta afinidad: “La tierra tiembla ha de considerarse como una compleja invención poética (…) es una experiencia intelectual del autor que llega a la poesía”.

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