Una tradición casi perdida

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El Norte mexicano es mucho más que desierto. Aridoamérica es también el espacio en el que se han gestado múltiples culturas, que alejadas de los iconos de la mexicanidad se mantienen vivas con la misma dificultad con la que sobreviven las cactáceas de aquel paisaje. Una de ellas, la cardenche, produce estilizadas espinas que entran en la piel con limpieza quirúrgica, sin embargo, al sacarlas, producen heridas que causan mucho dolor. Quizá por esa razón la comparan con el amor, que puede anidar con rapidez, pero sacarlo del corazón produce heridas que nos marcan. El cardenche es también el canto tradicional de la zona lagunera, cuyo corazón está en Sapioriz, Durango, una población de tres mil habitantes dedicados principalmente a tareas de cultivo y ganadería. Ahí nacieron Fidel Elizalde, Antonio Valle y Guadalupe Salazar, que además del campo se consagran a cantar. Ellos visitaron nuestra ciudad el pasado fin de semana para dar un concierto. Herederos de una tradición casi perdida, se han empeñado en compartir su desierto y sentimiento a través de su voz y canciones. 

Don Eduardo Elizalde recuerda lo que sus padres y abuelos le contaron sobre la bonanza que viviera La Laguna durante la pizca de algodón, pero aún más presente tiene la terrible pobreza que vivió Sapioriz: “No había luz eléctrica, comíamos quelites, quiotes, nopales, lo que encontrábamos. Mi padre, don Eduardo Elizalde, participaba de la única diversión del pueblo, que consistía en reunirse en las esquinas para cantar cuando llegaba la noche. El canto cardenche sólo tiene voz porque no había manera de comprar ningún instrumento que la acompañara. Este es un canto del pobre. Ahora, aunque afortunadamente Sapioriz ya no vive aquella miseria, el canto respeta esa tradición”.

Elizalde es la voz aguda, la que adorna el canto, Antonio Valle es la primera voz, la responsable de llevar el canto y mantenerlo en el tono adecuado, mientras que Salazar es la voz grave, que, me explica don Fidel, es la voz de arrastre, que sigue en lo más bajo a la principal. Elizalde inició a cantar por su padre: “A mí no me gustaba cantar, me daba mucha pena que no hubiera música, tenía dieciocho años y obedecía a mi padre que cuando le faltaba el contralto me pedía que yo los acompañara. Luego ya me gustó, mi papá nos enseñó a los tres y nos pidió que no dejáramos de cantar y así lo hemos hecho. Él tenía un repertorio como de cien canciones que sabía de memoria, entonces no había cancioneros.

Nosotros recuperamos alrededor de cuarenta. Hace apenas tres años aprendí una canción más que le escuché cantar a mi madre doña Mariana García. Tiene noventa y tres años y sigue cantando. Llegué a su casa y estaban ella y mi tía cantándole a la luna: (entona) pobre de mí cuando la redonda luna se pasiaba de amor con diferentes dueños, pobre de mí, batallando con el celo hasta encontrar un momento de pasión”. 

Don Fidel está muy esperanzado en los jóvenes que han formado en diferentes poblaciones del Norte: “No hemos dejado de hacer talleres en primarias, secundarias y preparatorias. Hoy tenemos nueve muchachos formados que hacen presentaciones en distintos lugares de La Laguna”.

De nuevo vuelve a contarme de Sapioriz, quizá porque describirlo sea también una forma de cantar: “Nos acompaña el río Nazas que dibuja un camino verde muy largo y del otro lado el cerro desértico, seco. En mi pueblo ya no se vive aquella miseria, somos pobres pero tenemos lo necesario y nos gusta cantar: (entona) si no me quieres mujer por Dios qué hemos de hacer. Ella me dice que no tome vino, que si la quiero le haga ese favor. Yo le contesto con palabras tiernas, voy a dejar esos vicios por tu amor”.

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