Una novela telúrica

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En los primeros días del mes de noviembre de 1963 apareció un libro insólito en la literatura mexicana: una novela construida finamente a partir de doscientos ochenta y ocho fragmentos trozos en los que su autor cancela la posibilidad de una voz narrativa única, para hilvanar su relato a partir de un mosaico de voces. Cuando aquella primera novela de Juan José Arreola (que ciertamente será su única novela) llegó a las librerías provocó reacciones contradictorias; difícil de aprehender, tomó por sorpresa a los lectores que habían acompañado a Arreola en su trayectoria de fabulador en sus obras anteriores: Varia invención y Confabulario, publicadas por el Fondo de Cultura Económica en 1949 y 1952.

La feria es un experimento ambicioso, un artefacto caleidoscópico. Por eso su editor, Joaquín Diez-Canedo, la llevó hasta Vicente Rojo para pedirle que encontrara “algo que pudiera dar una cierta unidad o una ruptura de lo que puede ser una novela tradicional”. Rojo generó una serie de dibujos donde “cada uno funciona como asterisco. La idea fue que tuviera algo que enriqueciera visualmente las páginas; que al llegar a la lectura, el lector se encontrara con un elemento que le fuera atractivo, divertido.” Se trató, en fin de dotar al libro de “un momento de humor, de divertimento; que ayude al libro sin perturbarlo, sin inquietarlo”.

Pero La feria también es un ajuste de cuentas con los escenarios, personajes, historias y lenguajes de su infancia en su natal Zapotlán; y La feria también representa una demostración más de la influencia del tío José María y su insólita capacidad —probada, según los testimonios de la época— para anticipar el lugar y hora precisa en que habría de verificarse un terremoto. Esta peculiar capacidad para el cálculo de los fenómenos telúricos le representó un choque con el gobernador de Jalisco, Alberto Robles Gil, en el año de 1912, cuando el entonces sacerdote anunció que estaba por suceder “uno de los terremotos más dañinos en la historia de Jalisco”. Por eso en  La feria  se conjuga al menos en nueve ocasiones el verbo temblar (en presente, imperfecto, indefinido, infinitivo, gerundio) y se enuncian los sustantivos temblor y terremoto, en singular o plural, en 33 ocasiones a lo largo del libro: «Somos buenos albañiles. Dense una vuelta por las calles y verán. Buen adobe, buen ladrillo y buenas tejas. Arena de San Andrés y cal de Huescalapa. Casas feas y macizas, que han resistido muchos temblores”; “¿Quién empuja la puerta? ¿Quién golpea en todos los vidrios como una lluvia seca? Tengo vértigo… ¡Santo Dios! Está temblando, está temblando… ¡Está temblando! Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal… ¡Me lleva la chingada, está temblando! La campana mayor está de aquí para allá, de aquí para allá, ¡ya va a dar el golpe, ya va a dar el golpe! ¡Si la campana mayor se toca sola se acaba el mundo!…”.

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