Una furia ciega

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Lorenzo Aguilar, Lencho, ha regresado a su natal Guatemala de New York. Investiga sobre el asesinato de su padre por sicarios del gobierno en 1981, escribe reseñas de cine y, principalmente, se dedica a organizar grupos de artistas urbanos para desarrollar proyectos de murales en la ciudad de Rabinal; tal es la trama de la película del guatemalteco Mario Rosales El regreso de Lencho (Guatemala, 2013). En una de las primeras secuencias, Lencho pinta en una tapia una paloma con las alas abiertas, coronada con laureles y sostenida por dos metralletas, a la manera de una heráldica. De las alas y de las metralletas escurre el color rojo, en una clara crítica del proceso de paz, una hemorragia incontenible que agobia las conciencias. De pronto, un par de policías en motocicleta llegan a propinarle una golpiza.

Había un anuncio de Coca Cola en la barda de Rabinal donde un grupo de artistas pintarían un mural: lo cual presenta a la publicidad como una imposición que asfixia el espacio público. De acuerdo con el director, el mural contó con la aprobación de las autoridades de la ciudad y de la escuela en que se ubicaría. Pero sólo hubo tiempo para hacer las tomas de la película: pues al ver que los jóvenes pintaban con aerosol, la directora de la escuela consideró que el acto estético era más bien delictivo y mandó a borrarlo, quizá para dar lugar de nuevo a la contaminación publicitaria.

Mientras los jóvenes pintan, la cámara se arrastra sobre la barda donde apreciamos mujeres que se cubren la boca con las manos en un gesto de pánico, guerrilleros con la nariz y boca cubiertas con un pañuelo, figuras religiosas y caprichos expresionistas, todos manchados con pintura roja que escurre desde la parte superior de la tapia. De nuevo la hemorragia satura las paredes. No es simplemente el uso del aerosol lo que detonó la censura sino la exhibición de una memoria sangrienta.

Se hace inevitable recordar la falofóbica y castrante iracundia del Vaticano que arrancó los genitales de las esculturas clásicas y cubrió con manto inverosímil el pene de Jesucristo en la obra más célebre de Miguel Ángel. En 1933, tan pronto Diego Rivera lograba introducir en los aposentos del imperio de los Rockefeller su ideología revolucionaria, la intolerante censura de los magnates la deshizo con furia.

En diciembre de 2013, un grupo de priistas enardecidos cubrió con pintura blanca el mural “Alerta mi general Emiliano Zapata en la lucha de Atenco” con que el Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra conmemoraba el conflicto de 2001, cuando a pesar de los abusos policiales, logró que no se impusiera la construcción de un aeropuerto en sus tierras ejidales. En la ciudad de Oaxaca, desde los tumultuosos días de la APPO hasta el presente, los jóvenes artistas han mantenido una lucha por la expresión urbana donde las autoridades insisten en borrar sus piezas y ellos en pintar de nuevo, en un circuito que convierte las luchas sociales en un despliegue de violencia simbólica.

La furia de los censores nada defiende, nada protege, nada entiende, es sólo una furia ciega que se levanta miedosa contra la fuerza expresiva del arte. Son de esa estirpe sanguinaria que ignora técnicas y estilos, el amplio tesoro de imaginación y conocimiento que los creadores han forjado, todos los esfuerzos e inversiones que hacen posible las piezas, y sobre todo esa pasión comunitaria que ha llevado a los artistas a organizarse para expresar en las paredes de la ciudad lo que le duele y la alegra. Supimos con profundo desagrado cómo en la misma Ciudad de México, que hemos tenido en gran estima por su apertura democrática y vocación derechohumanista, y precisamente en Coyoacán, uno de los sectores que mejor representa esta vocación, se ejecutó una censura contra el arte de la calle, en la oscuridad de la madrugada y en contra de la voluntad de los propietarios de la barda.

El conocido artista urbano tijuanense Buho Villamil y su crew, habían pintado un mural que describía la forma en que tres policías golpeaban a un joven manifestante. Uno de ellos lo somete al suelo rodeándolo con su cuerpo, otro le sostiene un brazo y un tercero voltea hacia su izquierda, posiblemente tratando de cubrir la escena a los ojos y las cámaras. En sí misma la pieza resume el clima político de nuestras calles: violación de derechos humanos y censura de los medios que los denuncian. Paradójicamente, cuando las autoridades se apresuran a cubrir las paredes lo único que logran es descubrir su inclinación dictatorial. Se ha dicho que el arte también duele.

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