Un silencioso llano

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En 1977, nueve años antes de morir, Juan Rulfo daba una de las pocas entrevistas que concediera para hablar de sí y de su literatura. Ya para entonces era el monstruo de las letras que sigue siendo, con apenas dos libros publicados unos veinte años atrás. En esa ocasión dijo lo que desde entonces se ha venido aclarando a los ingenuos que han querido ver en sus textos un registro fidedigno de la realidad de Jalisco, y que seguramente él mismo ya había mencionado con cierto fastidio: que esos lugares y esas personas nunca existieron. Con una levísima sonrisa, apenas percibida en la boca que hace una mueca apretujada, contenida en cada palabra, Rulfo afirmaba a propósito de El llano en llamas que “cualquier persona que intentara encontrar esos paisajes, o los motivos de esas descripciones, no los encontraría”, y que al viajar a la zona donde aparentemente se ubican “se quería retratar los rostros de los personajes, porque no lo tienen, pero la gente es común y corriente como en otras partes, no había nada especial”.

Este 2013 se han cumplido 60 años de la publicación de El llano en llamas, libro de cuentos —algunos de ellos ya publicados antes de 1953 individualmente— que le dieron prestigio y reconocimiento masivo a un Rulfo que realmente nunca estuvo del todo satisfecho de su trabajo, y del que más de alguno terminó destruido por él mismo. Dos años después vendría la novela Pedro Páramo (1955), que es el culmen de su literatura y aparte de ello solo hay otro texto importante, el guión cinematográfico El gallo de oro, que también fue escrito en la década de los cincuenta, pero que no fue publicado sino hasta 1980. Sin duda sus cuentos fueron los que abrieron las puertas al universo rulfiano; el de personajes que la mayor parte de las veces son lacónicos e indiferentes, enmarañados con cierta resignación en su fatalidad y tristeza, en el que los muertos son una presencia siempre punzante.

El germen creativo de Rulfo se halla en los días posrevolucionarios que vivió en su infancia en Apulco y San Gabriel, y a los que se aunó la rebelión cristera de la que su familia salió huyendo. En aquellos momentos habría que escarbar los asesinatos, los pueblos saqueados y abandonados; la desolación de la tierra y la gente, y de lo que Rulfo conservó los personajes que lo impresionaron, que “se me han quedado grabados […] Los hombres poseían una violencia retardada, que les podía surgir en cualquier instante, traían el resabio de la Revolución, venían con ese impulso”. Bajo la apariencia de calma casi siempre se ocultaba una historia de crímenes. Una realidad que hubo de recrear y “no pintar como eran, pero sí revivirlos imaginándolos como yo quería que fueran, e inventarles el modo de hablar”.

Luego de tales tiempos violentos de los que los Rulfo se refugiarían en Guadalajara, tras la muerte de su abuelo y sus padres, Juan terminaría en un orfanatorio del que recordaba su “terrible disciplina, un sistema carcelario. Lo único que aprendí fue a deprimirme; fue una de las épocas de mayor soledad en mi vida”, y de lo que decía no haberse podido curar.

Allí estaban los fantasmas que inspiraron a Rulfo, pero precisamente gracias a la estética con que los revivió es que se hicieron universales. La trascendencia de su creación no radica en las vivencias de unos locales en determinado contexto histórico y social, porque no es tal cosa, sino el enfrentamiento de hombres con su permanente angustia ante una vida que los oprime y estruja, apenas dibujados, insertados en escenarios inciertos y escurridizos, pero con el peso a cuestas del dolor y la soledad humana. Y esto no hubiera sido posible sin la maestría de sencillez incisiva con que narra sus cuentos, de los que solo uno de ellos es más oscuro y etéreo, “Luvina”, del cual es obvio que Rulfo partió para crear el ambiente de distorsión de la realidad y tiempo de Pedro Páramo, que por la genialidad de su estructura opacó en cierta medida a los cuentos, pero que sin ellos, simplemente la otra no hubiera existido.

A Juan Rulfo le bastaron esos dos libros para mostrar su verdad artística de una manera excepcional, aun cuando durante los años siguientes y hasta su muerte se rumoró una segunda novela que jamás llegó. En un ensayo sobre Juan Rulfo, Jorge Ruffinelli dice que sobre la obra y vida del escritor jalisciense hay más leyendas que verdades, “más incertidumbres que certezas, y un aura de misterio que, ante todo, dejaba para siempre sin explicación sus treinta años de silencio literario”. Casi se llegó a creer que sus textos fueron un milagro, obra de la casualidad y no del oficio, y que enmudecía por incapacidad. Tal vez sí, como se piensa, Rulfo tenía miedo de no volver a escribir algo tan valioso; o tal vez fiel a su convicción de que en literatura hay que saber callar, amante de su soledad y en comunión con su sobriedad de lenguaje, ya había dicho todo.

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