Un panorama de homenajes

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Bioy Casares, el culto a la escritura

Con toda seguridad convivir con Borges debió ser apabullante. Ser un escritor cercano —colindante—, aún más. Es decir, haber sido parte del círculo Borgeano, para Adolfo Bioy Casares debió exigir una tremenda responsabilidad que, hay que decirlo de una vez, con toda claridad supo librar de manera impecable.

El bonaerense Bioy Casares (15 de septiembre 1914-8 de marzo 1999) mantuvo, con su esposa Silvina Ocampo, una larga amistad con Jorge Luis Borges, no obstante logró hacer un mundo muy aparte de la literatura de éste, que fue —y es— un apartado muy particular dentro de la literatura argentina. Se acercó a Borges en gusto y aficiones por la literatura fantástica, policial y se alejó de él gracias a sus textos de ciencia ficción.

Cultivó, entonces, la literatura fantástica en sus breves cuentos, la narrativa policial de la que hay un clásico escrito a dos manos con Silvina Ocampo, esa breve y entretenida novela Los que aman, odian (1946), sin embargo también fue más allá de Borges, en cuanto a los géneros, pues Bioy Casares cultivó una diversidad: el cuento, la novela, el ensayo, las memorias y diarios, pero sobre todo logró imprescindibles obras narrativa como La invención de Morel (1940), su primer trabajo y quizás el más memorable, junto a Diario de la guerra del cerdo (1969).

Homenaje a Adolfo Bioy Casares. 30 de noviembre, 19:30 a 20:50, Pabellón de Argentina.

 

El amor es lo único cuerdo en el mundo

La pretensión de querer encontrar en Las batallas en el desierto (José Emilio Pacheco, 1981) una historia de amor puede resultar una empresa que tire hacia el fracaso.

¿Desamor, entonces? Si Carlitos, por su edad, pudo enamorarse o no de Mariana es un asunto que la novela misma se encarga de ir poniendo en tela de juicio: ¿porque se trata, en el fondo, de la imposibilidad de un enamoramiento? ¿De un niño anormal? Negar que Carlitos pudo quedar prendado de la señora Mariana sería tanto como negar la tesis pachequiana: el amor es lo único cuerdo en un mundo donde el odio lleva mano. La afirmación anterior tiene sus riesgos, es cierto, pero el autor la defendió de principio a fin en su texto.

Algunas veces, veladamente, y en otras, con descaro incluso. Pero, ¿de qué mundo habla Pacheco? ¿De aquel, del de esos años de mediados de siglo pasado? ¿De éste? ¿De cuál? Situar las coordenadas en que se dio la historia podría darnos un norte por el cual buscarle los tres pies al gato, no importa que digan que tiene cuatro: las coordenadas geográficas y las que le atañen a los personajes, sus señas y pretensiones. La tesis espacial, por principio de cuentas, podría partir de esta afirmación de Italo Calvino que aparece en Las ciudades invisibles: “La ciudad… está hecha de relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado…”. El narrador de Las batallas… nos pone, sin pérdida de tiempo, en el centro del torbellino con una primera aproximación, desde la primera línea: “Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquel?”.

Homenaje a José Emilio Pacheco. 30 de noviembre, 17:00 a 18:20 Salón 4, planta baja, Expo Guadalajara. 

 

Una batalla contra el tiempo

“Contar historias es una lucha contra el tiempo”, confesó Claudio Magris hace algunos años en una entrevista. Esas palabras remiten a la imagen del arquetipo de Ulises en su batalla contra aquella masa que lo ata a la temporalidad y la espacialidad, y que de algún modo parecía perenne, infranqueable frente a las reducidas capacidades humanas y míticas ilimitadas.

Imagen abolida, al menos en la definición que da el propio Magris sobre su escritura. Como si se tratara de renacer cada vez, como si en el ejercicio narrativo descubriera cada vez un nuevo brotar a la vida, mas un alumbramiento no exento de vicisitudes.

En “Mundo escrito y mundo no escrito” Italo Calvino se refiere a ello: “Cuando me separo del mundo escrito para retomar mi lugar en el otro equivale para mí repetir en cada ocasión el traumatismo del nacimiento” (Sobre el oficio literario, 2007). Magris, catedrático de Literatura germánica en la Universidad de Trieste, es un humanista que leyó a Proust a la edad de trece años y escribió no mucho más tarde: “Escribir es transcribir. Incluso cuando inventa, un escritor transcribe historias y cosas de las que la vida le ha hecho partícipe”.

Contrario a aquella definición que daba Borges respecto a que “la literatura sólo puede retratar el mundo, pero no puede cambiar el paisaje del mundo”, Magris está convencido de otra cosa. En esa citada entrevista dada a la Revista de la Universidad de México, dijo: “La gran literatura tiene la capacidad de cambiar un poco el mundo. […] La literatura, al menos como yo la siento, tiene la función de recoger… lo que puede ser posible y que aún no sucede… Es necesario ver no sólo la fachada de la realidad sino todo aquello que la permea, lo que está detrás y que en un futuro pudiera tomar su curso”.

Entrega del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances. 29 de noviembre,  11:00 horas, Auditorio Juan Rulfo, planta baja, Expo Guadalajara.

 

Un poeta en su siglo

Octavio Paz fue un hombre de su siglo y supo aprovechar, de manera efectiva, las circunstancias históricas que le rodearon.

Su abuelo había luchado en las filas mexicanas contra la intervención francesa y, luego, fue partidario de Porfirio Díaz; después se opuso a su dictadura. Fue un novelista, pero sobre todo un periodista, hoy casi olvidado, excepto porque alguna calle lleva su nombre. Su padre, en todo caso, fue secretario de Emiliano Zapata y de alguna manera estuvo inmerso en la lucha de la Revolución mexicana, sin figurar claramente en la historia oficial. Paz logró —al igual que Alfonso Reyes— aprovechar su circunstancia y su oportunidad histórica; y al paso del tiempo se hizo de un nombre propio y logró una obra, ahora sabemos, perdurable.

Bajo la consigna dispuesta en El laberinto de la soledad (1950), que a la vez fue una enseñanza y un acicate que le duró toda su vida, Paz declaró y se dijo a sí mismo: “No escribo para saber lo que soy, sino lo que quiero ser”. Nacido en los violentos años de una lucha armada —la primera revolución del siglo veinte—, fue testigo de los grandes acontecimientos de su época, que lo conformaron como un escritor beligerante. Testigo y luego protagonista, participó en la jornada cultural posrevolucionaria de José Vasconcelos cuando era estudiante en San Ildefonso. Se acercó al grupo de la generación de los Contemporáneos y fue, de alguna manera, el niño consentido de algunos de ellos, pero sobre todo de Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia.

De algún modo toda la obra poética y ensayística de Paz está circunscrita y referenciada por la obra de estos escritores. Algunas veces por cercanía y aceptación y, las más, por rechazo a sus ideas y posturas. Pese a todo, al leer los trabajos de Paz se pueden encontrar vestigios de las fórmulas de pensamiento de Cuesta y, sobre todo, de las formas literarias de Villaurrutia.

Conmemoración del Centenario de Octavio Paz. 29 de noviembre, 17:30 a 18:20, Salón 6, planta baja, Expo Guadalajara; 30 de noviembre, 19:00 a 20:50 Auditorio Juan Rulfo, planta baja, Expo Guadalajara; 1  de diciembre, 18:00 a 19:50 Salón 6, planta baja, Expo Guadalajara.

 

La invención de Macondo

El recuerdo, ante la inminencia de la muerte, de la tarde en que conociera el hielo. Una espera amorosa de cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días. Un coronel de guerra retirado cuya única suerte era poseer un gallo. Una abuela que obliga a su nieta a prostituirse para que con ello le salde una deuda de ochocientos setenta y dos mil trescientos quince pesos. Un dentista que se niega a sacarle la muela a un alcalde. Una lluvia esperada que se prolonga por varios días y todo el pueblo desea fervientemente que escampe. Una mujer que desea encontrar al hombre que sueña y cuya única pista para identificarlo son las palabras “Ojos de perro azul”. Ciento treintaiún cartas que le escribe un hombre a una mujer ajena, a quien encuentra en el amor más de medio siglo después. Un hombre que no obstante percibir las señales no hace caso a su próxima muerte.

Gallinazos, selvas, tormentas, gitanos, alcaravanes, desiertos, pueblos, matronas, viejos viudos proclives a los amores con adolescentes vírgenes, liberales, acordeones, vallenatos, alquimistas, curas, contrabandistas, pontificales, conservadores, guerras, insomnios, reinas de belleza… todo tiende a un único epicentro: el mítico Macondo. Un vergel seco. Porque Macondo no es otra cosa que la flor a la medida de la imaginación de Gabriel García Márquez (1927-2014): un poblado antaño desértico cuya desmesura le viene dada por la inventiva y los personajes que lo pueblan.

Si un mapa no pasa de ser un trazado sin salientes y provisto de coordenadas y medidas para ubicar en su sitio exacto los lugares que se encuentran en su territorio aunque no sea posible verlos, Macondo entonces, producto de su primigenia alquimia, pasa de un páramo a ser un oasis, un venero inagotable a cuyos torrentes se acerca la vida y sus derroteros: “Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre”.

Homenaje a Gabriel García Márquez. 29 de noviembre. 18:30 a 20:50 Auditorio Juan Rulfo, planta baja, Expo Guadalajara.

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