Un discurso que se recupera

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Hace ya casi cuatro décadas, Federico Arana se propuso escribir la completa y verdadera historia del rock mexicano. Con rigor y una sabrosa escritura, nos entregó su Guaraches de ante azul, en tres tomos. Una monografía colosal. Ahí estaban todos los nombres, los discos, la historia y un amplio anecdotario casi sin censura. Todo debidamente ordenado, con índices analíticos, fotografías, hemerografía, bibliografía y por supuesto, discografía. Es probable que Arana sea el único que tiene todos los discos relacionados con el rock nacional. Hace poco me confesó que su discoteca supera los 120 mil (no todos de rock, claro, “ni valiosos musicalmente”, me aclaró). Hacía falta un trabajo serio para registrar esa historia a la que no se le daba la importancia necesaria como parte de la cultura popular del siglo veinte mexicano.
El trabajo periodístico de la “época del rock” fue de muy poca alcurnia. Mientras para el lector

anglosajón existía Billboard y Rolling Stone, para nosotros estaba Dimensión, Pop y México canta. Muy poco para información, crítica y, mucho menos, una escucha seria. La hubo, de parte de un monstruo del análisis y la pluma, José Agustín, pero no para la producción nacional. Rocanrolero de coraza, el bardo de la onda fue el apóstol del género al grado de llamarle “la nueva música clásica”, también título de su libro de crítica musical. José Agustín tenía toditita la razón; pero entonces la declaración se leía sólo como un entusiasta eufemismo. Socialmente la percepción era que el quehacer roquero era simplemente una cuestión generacional. No existían las categorías de cultura popular urbana, subcultura, contracultura y mucho menos la de tribus urbanas. Para hablar de cultura había que remitirse al clásico de T.S Eliot, Notas hacia una definición de cultura (recientemente revivido por Vargas Llosa con un ánimo de exiliar de nuevo a las artes populares de la bellas artes) en donde, para abreviar, cultura es bellas artes (la antropología tenía —hablamos de las décadas sesenta y setenta— mucha chamba por delante en esos temas.). El destino del rock parecía ser literalmente el del “agujero” (Naftalina parodiando el hoyo fonky). 

Para finales de la década setentera surgió una nueva generación de críticos, que a la manera de José Agustín eran emisarios de las novedades rocanroleras del exterior. Para quienes no viajábamos al extranjero ni podíamos asistir a las tiendas de importación, los comentarios de Germán Montalvo, Óscar Sarquiz y Xavier Velazco eran oro molido, guía indispensable para encargar discos en la tienda local. Todavía, sin embargo, la distancia entre el rock y las demás músicas tenía un abismo en medio. Por su parte, el focklore y cierta trova fina franquearon la barrera y se colaron al Palacio de Bellas Artes: Los Folckoristas y Joan Manuel Serrat; el rock, sin embargo, no llegaba, literalmente, a ningún lado.

El libro de Arana fue, en ese ambiente, una especie de salvavidas que, fuera de su valor académico, le otorgaba existencia al rock mexicano. Sólo que ese ente, sumido en las peores catacumbas, estaba tan vapuleado que parecía que no se iba a reponer nunca. La condición anímica, fisiológica incluso (tan bien retratada en la canción de Naftalina, “Fin de la Historia”) de  los legendarios roqueros era cercana al desahucio.

Cuando en la década de los ochenta surge el movimiento del rock en tu idioma, y el rock adquiere carta de ciudadanía y se filtra en todos los ritmos y géneros del planeta, lo que pudo haber sido el rock mexicano había recibido ya los santos óleos, de modo que sólo un trabajo de arqueología podía darlo a conocer. En el Tianguis del Museo del Chopo se conseguían copias caseras en casete de discos sorprendentes, los de Bandido, La Revolución de Emiliano Zapata, Spiders y Peace and Love los más demandados. Pero había otros que parecían leyenda, pues todo mundo habla de su extraordinaria calidad, pero “nadie” los ha oído: Hangar Ambulante, La Tribu, el primer Javier Bátiz.

Finalmente la numerosa banda roquera se dispersó: los que saltaron del barco a tiempo y emigraron vivieron otra vida. Carlos Santana, Fito de la Parra, Olaf de la Barreda (ambos Canned Heat), Los Laboriel (Ela y el extraordinario bajista Abraham, cuyo hijo es hoy baterísta de Paul McCartney); otros se incorporaron al mundo de la música comercial apoyando en los estudios a las nuevas estrellas, Ricardo Ochoa, Lalo Toral (nuestro mejor piano) o intentando convertirse en eso; La Revolución de Emiliano Zapata al sonido grupero; una buena cantidad a la marginalidad y a otros oficios; casos dramáticos los de Ernesto de León (Del Tree Souls in My Mind original —si es cierto que Horacio Villalobos fue la mejor guitarra de blues en México, Ernesto sería la segunda) de quien se cuenta declinó la invitación para unirse al Canned Heat, y el de Francisco Kiko Rodríguez (de Bandido) la mejor voz que fluyó alguna vez en el rock de este país: ambos a lo más en conciertos en kioscos domingueros; el segundo fallecido hace algunos años completamente en el olvido.

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