Un día dos gigantes de las letras

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El judío errante que terminó en Nueva York

Norman Manea sabe lo que es el exilio. Lo sufrió dos veces y, sin embargo, ha dicho del postrero que, al final de cuentas, es un exilio privilegiado. En consecuencia de ese último, el escritor llegó a Estados Unidos sin hablar una palabra de inglés. Ha dicho en una entrevista para El País, hace varios años, que al presenciar la caída de las Torres Gemelas —el fatídico 11 de septiembre—, pensó que venían por él, que hasta ahí lo habían encontrado.

La escritura —y también la identidad— del primer rumano en ganar el Premio FIL Literatura en Lenguas Romance, está marcada por múltiples sucesos. Horrorizado por los campos de concentración de los nazis en la Segunda Guerra mundial, que vivió a los cinco años, y después decepcionado y perseguido por el régimen comunista de Nicolae Ceaucescu en su país natal, Manea fue testigo del horror de dos polos opuestos, por lo que adoptó una figura constante en sus historias: la de un judío errante. El judío errante terminó ese viaje en Nueva York, en donde escribe todavía en rumano, su lengua madre, aunque sabe, como dijo cuando le fue anunciado el Premio FIL de lenguas Romances, que no volverá a asentarse en su país.

Para Manea el mundo no ha cambiado y las historias de terror siempre se repiten. En mayo de este año publicó un lúcido artículo en El País titulado “El Carnaval de los Tiranos”, a propósito de la reedición de Mein Kampf; en éste habla sobre las dictaduras de la Historia, la censura y la larga lista de muertos que arrastraron, y advierte las similitudes de Stalin y de Hitler con nuestra actualidad, marcada por “el islamismo, la nueva arrogancia política de Rusia, la Corea del Norte oficial que juega con fuego, la oligarquía religiosa suprema de Irán, las frecuentes matanzas de inocentes en África, la inmensa migración de los pobres y oprimidos hacia Europa y el aumento continuo de la producción de las armas más sofisticadas de destrucción masiva”. Incluso, propone la hipotética locura de juntar a todos los dictadores de la historia en un programa de televisión a ver si nuestras sociedades aprendieran algo. “La historia de la tiranía es tan vieja como la propia historia de la humanidad, y sus desastrosas consecuencias nunca han logrado evitar que su dinámica reaparezca en lugares nuevos y viejos, en épocas nuevas y bajo nuevas formas de pesadillas”, dice en el artículo.

Sin embargo, y después de todo, es posible que Norman Manea haya encontrado varias respuestas con respecto al horror del que fue testigo: el lenguaje, en primer lugar, y al que ha llamado “su lengua literaria”, porque no se aparta de ella como quien se aferra a su territorio, a su casa, como una conquista; la escritura, porque aunque ha dicho en varias ocasiones que no, que el arte no va a cambiar el mundo, sigue escribiendo y sigue leyendo para buscar esperanzas; como dijo para ABC: “La literatura cambió mi vida, mi lugar de residencia, y marcó mi identidad”; y el amor, como lo deja ver en el Regreso del Húligan, su libro más célebre, y como dijo en otra entrevista a Letras Libres: “La intimidad era la única salvación en un universo opresivo que dominaba todo. En el amor conseguías retirarte a un lugar donde ‘algo’ se podía guardar lejos del ojo público”.

 

El joven y el viejo Vargas Llosa

A principios de los años sesenta, el encuentro entre José Emilio Pacheco y Mario Vargas Llosa resultó singular, pues ambos eran jóvenes, los dos no se conocían del todo y nunca hablaron de sus propios trabajos literarios. El propio Pacheco alguna vez narró la visita de Vargas Llosa a la Ciudad de México. Explicó los largos paseos de reconocimiento, sin embargo nunca supo que Vargas Llosa ya había escrito su obra maestra, La ciudad y los perros (1963), su primera novela que al año siguiente ganaría el Premio Seix Barral, y con la cual, de pronto, se dejó de ser un desconocidos para convertirse en una de las voces más impresionantes de la literatura latinoamericana.

En mil novecientos cincuenta y nueve, el narrador peruano había publicado un breve pero fundamental libro de relatos bajo el título de Los jefes; los seis textos incluidos en ese volumen le habían ofrecido la oportunidad de ensayar y tantear su voz al grado de luego ir por una novela que podríamos calificar de total. La ciudad y los perros es, entonces, una obra madura de un autor joven. La había escrito en sus primeros veinticinco años y se había publicado cuando Vargas Llosa apenas había cumplido los veintisiete años. De ese tiempo transcurrido y hasta la actualidad la vida de Mario Vargas Llosa se volcó en experiencia y en obras, hasta alcanzar en el año dos mil diez el máximo galardón al que puede aspirar un literato: el Premio Nobel. Más tarde, los trabajos del escritor formaron parte de un movimiento que alcanzó el orden universal. El llamado Boom latinoamericano reafirmó la valía no solamente del peruano, sino de una larga lista de escritores y obras de varios países del Continente de América Latina.

Vargas Llosa, en todo caso, después de sus primeros relatos fue hacia su obra cumbre. Y no es usual que se logre en un primer intento escribir lo que lo llevaría hacia las alturas de su propia voz narrativa. Cuando un autor logra demasiado temprano escribir su obra maestra luego le estorba y, o bien deja de escribir y sufre su silencio, o, en el caso de Vargas Llosa —por fortuna para él y las letras en nuestro idioma— publica una casi infinita lista de trabajos siempre narrativos, dramatúrgicos, periodísticos y ensayísticos. Además, ha madurado y su compromiso político hasta lo llevó alguna vez a intentar la presidencia de su país; algo también singular, pues pocos, o casi ninguno, de los escritores latinoamericanos han tenido ese empeño.

Ahora, cuando ya casi la mayoría de los autores de su generación han muerto, la inteligencia y la pluma de Mario Vargas Llosa son quizás las últimas que sobreviven. Es, pues, un autor que es una conciencia viva y en activo. Es experto en la política latinoamericana y, además, un abierto observador de las relaciones entre Israel y el resto del mundo; si bien es cierto que algunas veces Vargas Llosa no ha coincidido con otros intelectuales en su pensar, como aquella vez de los años noventa cuando en “El siglo XX: la experiencia de la libertad”, un encuentro organizado por Octavio Paz que era trasmitido en vivo por televisión, el peruano dijo que “México es la dictadura perfecta. La dictadura perfecta no es el comunismo. No es la URSS. No es Fidel Castro. La dictadura perfecta es México”, al grado de irritar a Octavio Paz que escuchaba en un rincón del foro televisivo y que luego tuvo que refutar: “…lo de México no es dictadura, es un sistema hegemónico de dominación, donde no han existido dictaduras militares. Hemos padecido la dominación hegemónica de un partido. Esta es una distinción fundamental y esencial…”.

Siempre polémico, Vargas Llosa es, nadie puede dudarlo, la última conciencia intelectual del continente. Y su voz y sus letras entorno a la política siempre son bien recibidas, no importa que no estemos de acuerdo con él. Una conciencia, sí, pero también es un enorme ensayista que en los últimos años ha escrito sobre los autores que lo formaron y le dieron, en todo caso, voz. Entre Sartre y Camus (1981) y sus Bases para una interpretación de Rubén Darío (2001), García Márquez: historia de un deicidio (1971), La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary (1975), La verdad de las mentiras. Ensayos sobre la novela moderna (1990), La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996), La tentación de lo imposible (2004), El viaje a la ficción (2008) y La civilización del espectáculo (2012) son obras imprescindibles y muestran sus inclinaciones literarias y su pensamiento universal y latinoamericano.

Es seguro que en aquellos paseos por las calles de la Ciudad de México —en el lejano año de mil novecientos sesenta y dos— José Emilio Pacheco y Mario Vargas Llosa no imaginaron ni por un momento en lo grandes que se convertirían, ni tampoco en lo que en el mundo vivirían en los años por venir y que ahora es una realidad…

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