Tiempos de censura

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Con una exitosa carrera diplomática entre la década  de los años cuarenta y setenta (secretario en Francia, ministro plenipotenciario y embajador de México en Líbano, ministro y embajador en Etiopía y embajador de México en Noruega), y galardonado con el máximo reconocimiento que el gobierno mexicano otorgaba a un escritor, el Premio Nacional de Letras de México, en 1972, Rodolfo Usigli parecía tener pocas razones para esgrimir una crítica al sistema político mexicano. Pero estamos frente a un asiduo lector, un funcionario del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) con dificultades de gestión ante a una burocracia arcaica y, sobre todo, a un comprometido dramaturgo calificado por el mismo Bernard Shaw como genio.

El Gesticulador, pieza para demagogos en tres actos, fue escrita en 1938, pero no fue hasta 1947 que se estrenó. Usigli trabajaría concienzudamente en una obra que, aunque con altas probabilidades de censura, necesitaba mostrar los detalles mezquinos que conformaban no sólo un periodo de la vida política nacional, sino el sistema político mismo echado a andar por un grupo apostado en el poder después de la Revolución.

Con el presidente Miguel Alemán Valdés en primera fila, al lado de secretarios y miembros de su gabinete, la historia de César Rubio —un ficcional personaje revolucionario, protagonista de la obra— fue escenificada por primera vez con un teatro lleno. A pesar de ello, dos semanas después ésta fue suspendida y Rodolfo Usigli —por aquellas “casuales” coincidencias del destino— cesado de su puesto en INBA.

Las sanciones extraoficiales tomadas por un gobierno que se presentaba como progresista y moderno podrían parecer “excesivas”, ya que con Miguel Alemán se inauguraba la modernización del PRM (Partido de la Revolución Mexicana) convertido en PRI (Partido Revolucionario Institucional) que dejaba atrás la era de los caudillos para dar paso a la de los licenciados. Pero, en 1947, la anécdota central de la obra, que presentaba a un profesor de historia en decadencia económica, poco valorado por las universidades mexicanas, experto en temas de la Revolución haciéndose pasar por César Rubio, otro poco valorado y cuasi olvidado personaje revolucionario que fue presuntamente asesinado en 1914 por Venustiano Carranza, tratando de aprovecharse de la ignorancia y el olvido nacionales para ascender en la estructura académica y política fue, sencillamente, demasiado.

A ello había que agregar el carácter cíclico de la obra, con la inmersión del General Navarro, ficcional caudillo revolucionario que había obtenido un importante ascenso tras conseguir mujeres a sus superiores, y que tras ofrecer su admiración y apoyo a la candidatura de César Rubio por la presidencia municipal, lo asesina —por segunda vez— en 1938. Después de ofrecer sus condolencias a sus hijos y esposa, asume el poder en el pueblo y promueve que la universidad de la comunidad lleve su nombre, además de mandar construirle un monumento.

El triunfo de un asesino que esgrime el discurso revolucionario como propio y que justo en la escena anterior ha sido descrito, por el mismo César Rubio (ése que ha debido convertirse en impostor para intentar dar continuidad a un legado interrumpido por Carranza), como uno más de los políticos que conforman las largas filas de aquellos que “son como las botellas que se usan en el teatro: con etiqueta de coñac y rellenas de limonada; otros son rábanos y guayabas: un color por fuera y otro por dentro”, pareció, a la clase política mexicana, una afrenta al quehacer político vigente en la época de estreno de El Gesticulador.

Hoy la lectura de una obra que no pudo volver a escenificarse sino hasta finales de la década de los setenta, al lado de la evolución política nacional, apenas nos permite entender cómo fue que algún día la metáfora representada por César Rubio fue interpretada como una afrenta monumental al legado democrático revolucionario.

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