Tario y su angustia

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Mr. X acude a una cita con una mujer que ya murió. Y parte en su busca tras recibir una carta con escasas tres líneas en las que ella le hace una invitación: “Margaret Rose Lane, inglesa… lo invita a usted muy íntimamente a jugar al ajedrez el sábado por la noche”. ¿Cómo olvidar este dato importante y lanzarse por paisajes y distancias para presentarse ante una mujer que ya no vive? De entrada, esto da a pensar a que en el pasado trabaron algún tipo de relación, es decir, es sencillo suponer un apego desmedido hacia la mujer, o, por lo menos, la persistencia de un recuerdo vinculado a ella en la justa medida en que hay una respuesta inmediata a su requerimiento. ¿Cómo, cualquier día, alguien abandona su devenir sin angustias y se afana en una empresa por demás extraña y disparatada? La explicación que debería existir pasa por un enamoramiento truncado cuando Margaret era una Lolita.

Un hombre viejo, por otro lado, llega a recluirse a lo que parece ser un asilo de ancianos o un sanatorio mental. Aparece con su bicicleta en el festejo por el aniversario del lugar y se pasa dando la Vuelta a Francia por horas, días y durante mucho tiempo: es un fantasma que surca los pasillos, desaparece tras los edificios y al fin vuelve a aparecer en un renovado circuito que no deja de estirarse. Al igual que la vida la locura, bien se sabe, es cíclica. Otro sujeto, mientras llena la bañera de su casa del tubo del agua asoma un “mísero renacuajo”, al que ayuda a su alumbramiento y da asilo. En la convivencia de los días surge el apego entre uno y otro y el renacuajo llega a nombrar al hombre varias veces como “¡Mamá!” Y éste llega a comportarse como un hijo. Estos tres cuentos de Francisco Tario mínimamente reseñados: “La noche de Margaret Rose” (La noche, 1943), “La vuelta a Francia” y “El mico” (Una violeta de más, 1968), no comparten un mismo punto de partida pero en ellos un cabo suelto daría qué pensar; el asunto es que parece no haber nada.

La atmósfera opresiva, de paisaje inglés típico, neblinoso y denso que aparece en “La noche de Margaret Rose” funciona como un escenario montado para lo que habrá de suceder: el clímax del cuento es, en realidad, anticlimático: cuando el lector supone que la historia será desenredada lo que sucede es que caracolea un tanto más, se pierde, se tergiversa, se confunde: Mr. X, que tenía la certeza tardía de que Margaret Rose había muerto tiempo atrás, hacia el final da con su propio espejo: “Descubro, alarmado, que no soy ya sino un melancólico y horripilante fantasma”. Pero esto no adelgaza la cuerda de tensión que ha creado el texto, al contrario, la engrosa aún más. Como si se tratara de no acabar el cuento, lo que queda es una sensación de que se prolonga en la angustia. En muchos textos de Tario, hay que anotarlo, permea este sentir.

Las ruedas del molino funcionan siempre en la dirección del viento. En las historias de Tario esto nunca (o casi nunca) se cumple. De “El mico” y “La vuelta a Francia” se puede decir que marchan en la misma vía en que la vida no va hacia donde se eclipsa y fenece, sino en ruta contraria: donde todo pasa por la fidelidad abandonada a lo que los ojos ven en detrimento de las convicciones y lo que pueda llegar a creerse. Un hombre que siente que da a luz a un renacuajo y otro que, montado en su bicicleta, da vueltas y vueltas a Francia en el jardín de un sanatorio mental o asilo se asemejan a una partida de ajedrez entre una mujer a la que se cree muerta y un hombre que en realidad es un fantasma: “…ahora más intensamente que nunca, la existencia y proximidad de semejante mujer se me antoja absurda”, dice en un momento Mr. X de Margaret Rose. Y esto mismo podría yo decir de la escritura de Tario —que para nada es un desdén—, como si preguntara, como pregunta Jaime López en una canción, “¿dime tú por dónde piensas que estoy, pues tal vez no iré a mi funeral?”

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