Salvemos a los monstruos

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Disney nos ha robado el legítimo derecho a espantarnos con los cuentos clásicos infantiles, los ha dotado de colores y les ha dejado existir solamente su lado moralista y fantasioso. En todo caso, los cuentos tradicionales para niños, aquellos que se han vuelto notables, como los de Hans Christian Andersen (“El patito feo”, “La sirenita” y “La niña de los fósforos”), los hermanos Green (“Blanca Nieves”, “Hansel y Gretel”, “Pulgarcito”) y Charles Perrault (“La Bella Durmiente”, “Cenicienta”), que provienen de las fuentes literarias orales de las más profundas raíces populares europeas, resultan —si se leen en su estado originario—, sumamente terriblistas, tanto, que cualquier niño podría quedarse paralizado de temor.
Sabemos que Andersen, los Green y Perrault al recoger las historias de la tradición desminuyeron la fuerza perniciosa de las historias originales, sin embargo nos han llegado con la suficiente fuerza para que ningún niño logre dormir con tranquilidad después de que cada noche se le lee una historia de estos autores. Pese a todo, se ha vuelto una costumbre y algunos infantes exigen la lectura de alguna de estas leyendas antes de ir a dormir.
Podría decirse que esos textos han logrado que los niños se vayan acostumbrando a la violencia, al miedo, a la pobreza extrema, a los límites de la desesperación humana, y han absorbido de la moral signada en cada uno para poder sobrevivir en un mundo que siempre ha sido violento y desigual.
A riesgo de yo mismo parecer moralista, se podría decir que los clásicos infantiles nos han acostumbrado mirar el dolor ajeno y nos han “ayudado” a mirar casi sin sentir lo que le acontece a los otros. Quizás esas historias fueron confeccionadas por la tradición para infundir el temor necesario para que los niños se comporten bien y sepan que hay un extremo límite al cual cada uno podemos llegar. Podría ser que fueron creados para prevenir y enseñar a preparase para un mundo donde todo es un riesgo. Tal vez al contarnos Andersen sobre la niña de los fósforos nos dejaba ver que algo podría ocurrir en cualquier momento y, todo el que escuchara (y escucha aún hoy), sabe que nada es seguro.
“¡Qué frío hacía!; nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron!”, se lee al inicio la historia.
Para describirse, en la breve historia, un mundo terrible y desesperante cuya protagonista es una niña pobre y desprotegida, a quien se le ha muerto su abuela, el único ser que la había amado. Y las cerillas con el frío y el fuerte viento no lograban sino dar una efímera esperanza de sobrevivir al mal tiempo, y al cabo del cuento leemos: “Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca sonriente… Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus fósforos, un paquetito de los cuales aparecía consumido casi del todo. ‘¡Quiso calentarse!’, dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.” Un final terrible cuyo mensaje cada uno puede encontrar.
Sin menoscabo de la capacidad literaria de los autores de “El patito feo”, “Blanca Nieves” o la “Cenicienta”, se puede advertir de la dureza de cada uno de los cuentos, donde se podrían extraer lecturas y análisis —de hecho se han realizado a lo largo del tiempo—, para encontrar detalles precisos sobre las historias. Quizás nuestros prejuicios y miedos nacieron al escuchar las historias de Andersen, los Green y Perrault. Pero tal afirmación podría ser un equívoco, pues las canciones de cuna mexicanas no son tan distintas a los cuentos europeos.

Duérmase, niño,
que ahí viene el viejo,
le come la carne,
le deja el pellejo
su mamá la rata,
su papá el conejo…

De escritores y caníbales

Cristian Zermeño

La literatura infantil es una invención. Es el mismo Jonathan Swift el autor de Los viajes de Gulliver —donde los pequeños liliputenses se divierten a expensas del gigantesco viajero— que el escritor de la Modesta proposición para acabar con los niños pobres irlandeses por el simple método de comérselos, en la que sugiere a las madre de infantes desvalidos amamantarlos “copiosamente” un mes antes de venderlos para “ponerlos regordetes y mantecosos para una buena mesa”. Es la obra del tartamudo Lewis Carroll sólo una historia fantástica que sirve como metáfora de la libre imaginación de los niños, o como lo escribiera André Breton, se trata en cambio de una mirada que “gravita vertiginosamente en el centro de la verdad sobre un mundo de inadvertencia, de inconsecuencia y, por decirlo todo, de inconveniencia”. ¿Es Alicia, entonces, una primigenia visión del absurdo?
Hasta dónde la infantilización de la “literatura infantil” afecta a la literatura como arte más de lo que se piensa. ¿Debe existir realmente una literatura infantil? No se corre el peligro, como lo señalara Martin Amis, de ir en la línea de Disney, “con sus buenos de cartón de piedra y sus malos vivazmente absurdos”. Nadie ha reparado en que el mismo autor que escribió el Libro de la selva, fue nombrado por George Orwell tiempo después como un “patriotero”, “moralmente insensible” y “estéticamente repugnante”. Nos referimos a Kipling y sus conocidos devaneos colonialistas.
No fue el laureado Dickens, creador de Oliver Twist, “un partidario de la pena de muerte”, quien “consideraba absurdo que los negros pudieran tener derecho al voto”, como lo señalara John Carey. No era Arthur Conan Doyle cocainómano como lo era también su héroe juvenil Sherlock Holmes. No era el cerdo de Rebelión en la granja, de Orwell, la caricatura falsamente infantil de un genocida como Stalin.
Y si, como lo escribiera Aldous Huxley, la literatura que alguna vez influyó en una generación termina convirtiéndose en literatura infantil. Catalogada como un subgénero aséptico, donde los personajes y sus escritores terminan pareciéndose a dibujos animados. Amables y coloridos, sin ángulos y sin resquicios.
Se nos olvida que los escritores suelen ser hombres miserables, incluso misántropos. Nada tiene que ver el moralista Gulliver que disfruta de conocer nuevos pueblos con su creador, que alguna vez afirmó: “detesto y odio especialmente el animal que lleva el nombre de hombre, pese a que ame con todo mi corazón a Juan, Pedro, Tomás, etcétera”.
¿Qué tanto miedo nos daría darnos cuenta que un autor de literatura infantil odia a los niños, sus lectores? ¿O tal vez sea más peligroso que una cantante que publica un libro llamado Sex, unos años después escriba cuentos para los pequeños?
Me quedo con Swift y su canibalismo satírico.

Cuentos para verse mejor

Verónica de Santos

A partir de las exitosas versiones cinematográficas de Walt Disney, el oficio del narrador que hace de los niños su principal objetivo se ha mudado en gran medida del papel al celuloide, en una transformación de las costumbres y el consumo que no ha resultado ser una simple sustitución, sino todo un fenómeno de reciprocidades.
El ejemplo más reciente en nuestra ciudad es el repentino brote de lectores y nuevas ediciones (incluyendo una ilustrada por Peter Kuper) de Alicia en el país de las maravillas, gracias a la producción de Tim Burton que todavía se exhibe en varias salas de cine.
Es cierto, la oferta de Alicias es siempre abundante y variada, pero otro ejemplo del mismo fenómeno se estrenó recientemente: Donde viven los monstruos, la adaptación de Spike Jonze del libro escrito e ilustrado por Maurice Sendak en 1963, que era casi desconocido e inconseguible en México antes de esto, y del cual ya se pueden encontrar no sólo la traducción al español, sino también la versión para colorear, la de rompecabezas y la de fotogramas extraídos de la película.
Más ejemplos recientes que demuestran nuestro punto sin tener que recurrir al los infalibles Harry Potter y Twilight, son las películas Percy Jackson y el ladrón del rayo y Coraline, basadas en la saga de Rick Riordan y en la novela gráfica de Neil Gaiman, respectivamente. Ambas, aunque con distintos niveles de éxito comercial y crítico, generaron en el mundo editorial una oleada de traducciones, reediciones y reimpresiones para satisfacer la demanda surgida de los espectadores.
El escritor estadounidense Orson Scott Card dijo el 5 noviembre de 2001 en la columna que publica en su sitio web oficial que “…los niños son muchas veces los guardianes de la auténtica gran literatura mundial, pues gracias a su amor por la historia y despreocupación por las modas estilísticas y trucos literarios, los niños flotan infaliblemente hacia la verdad y el poder”. Y la pregunta que flota en el aire, después de todo, es si lo mismo aplica para el cine.

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