Ruido en escena

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En términos teóricos estrictos, el ruido es cualquier impedimento en el sistema de la comunicación, cualquier falla, distracción, interrupción o distorsión en la transmisión de un mensaje. Entendido esto, lo que se alcanza a entender a través del ruido en el reciente montaje de la obra Ateo-Dios bajo la dirección de Gustavo Monge, es un relato fragmentario de los abusos sexuales de un sacerdote pedófilo en el sur de Estados Unidos.
En un solo acto de hora y media, tres figuras humanas se transforman incesantemente en los niños y niñas abusados, sus padres y el propio sacerdote, quienes dan su testimonio al hilo que cohesiona la confusa polifonía: un reportero que tampoco es uno solo, sino varios encomendados por un canal de televisión para explotar la actualidad del escándalo.
La estrategia discursiva es novedosa: las acciones que conforman el argumento no ocurren en escena, sino que se evocan mediante el relato y la “representación” casi simbólica: el espectador no ve al padre O’Connor pasear su lengua por la “rajita” de una niña en preparación para la primera comunión, pero vemos a una de las actrices asumir los símbolos de la niña —una falda , un moño y el gesto— y contarnos el juego de las cosquillas y los besitos cuando sus padres la dejaban a solas con el religioso para el catecismo. Entre la gente de teatro este estilo de texto se conoce como “narraturgia”, del cual Enrique Olmos de Ita se ha hecho a sí mismo un reconocido practicante.
Por su naturaleza, las obras de narraturgia conceden una amplia libertad de producción escénica, ya que en el flujo de la palabra se pueden enunciar toda clase de tiempos, espacios, parajes, objetos y acciones sin necesidad de “mostrarlos” en el escenario. Así, la escenografía, utilería y vestuario tienden a la abstracción. En este tenor, tiene sentido la semi desnudez de los actores comodines que se van transformando en los múltiples interlocutores del reportero, neutralizada apenas por una tanga y, en el caso de las dos mujeres, un sostén, cubierto todo por una media transparente que jalaba en pliegues la ropa interior y no disimulaba lo que cubría, dejando ver las particularidades anatómicas de cada uno, en clara contradicción con el ánimo de vacío y neutralidad, con la cualidad amorfa o de silencio significativo para que se moldease y llenara con la forma y el signo del personaje-narrador-testigo en turno. En otras palabras, lo que se vio fue una desnudez demasiado cargada de información, una desnudez ruidosa.
En lo que respecta a la iluminación no puede decirse gran cosa: queda la duda de que se haya desplegado en toda su intención, pues el Teatro Experimental aportó también su dosis de ruido y drama: el jueves 29 de septiembre, la segunda y última función en Guadalajara se retrasó casi dos horas debido a un apagón fruto de las típicas y atronadoras lluvias tapatías, por lo que el respetable tuvo que esperar de pie en el exterior del recinto, a oscuras y con el fresco húmedo de la noche a que llegara y se instalara una planta de energía eléctrica auxiliar.
Cuando al fin se permitió el acceso, el desánimo era tal que nadie echó en falta un programa de mano, y menos aún porque lo que sí se entregó a cada uno fue una carta de cauta reclamación a las autoridades eclesiásticas —parte de la trama— que ya entrados en la obra el espectador debe abrir y leer cuando la orden se despliegue en los videos proyectados incesantemente en el telón de fondo, a veces incluso como la estática de puntos blancos y negros bailando en una televisión sin antena.
Finalmente, añadido a los ruidos visuales, conceptuales y circunstanciales del montaje, el ruido en su acepción más clásica también se apersonó en la forma de cantos a capela, la más de las veces desafortunado, generando la impresión de que estos interludios —cuya función debería ser un remanso en la narración— eran demasiado largos y, ¿lo adivina?, ruidosos.

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