Puente entre el siglo XX y XXI narrativa argentina

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La palabra “puente” que utilizo en el título se refiere a la época en la cual se desarrolla la vida de mi generación, y en la cual estoy incluida, como escritora y lectora. Esto condiciona los nombres recordados y las omisiones de esta breve nota, que intenta una mirada general acerca de la narrativa en Argentina. Hablamos de la segunda mitad del siglo veinte, y hablamos de todo el periodo del post-Segunda Guerra mundial (con rarezas derivadas de ese conflicto, como la del escritor polaco Witold Gombrowicz —Premio Nobel— que hizo gran parte de su obra en la Argentina por no poder regresar a su patria), sumando a este período el tiempo que llevamos recorrido del nuevo siglo.

Pero si vamos al terreno literario y a los nombres que identifican la literatura argentina en el mundo debemos ir unos años atrás. Y encontraremos a los escritores argentinos que son la vidriera, los nombres de identificación en el extranjero, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y, en menor medida, Ernesto Sabato —autor muy reconocido y mediático en sus años de esplendor, con títulos como Sobre Héroes y tumbas, una novela extensa, con tramos de novela histórica, de episodios de la historia nacional; o El túnel, y bastante discutido luego tanto en sus temáticas como procedimientos narrativos—, sin olvidar a Macedonio Fernández, menos conocido, podríamos decir un escritor de culto tal vez, de enorme influencia tanto en Borges y su amigo personal, como en sus seguidores. Con sus grandes diferencias y particularidades, cada uno de los citados, siendo Borges sin dudas el de mayor renombre, en su extraordinaria calidad de cuentista y considerado maestro por muchos creadores posteriores, con sus libros Ficciones o El Aleph. Y Julio Cortázar tal vez el más amado, cuentista, con volúmenes como Bestiario, Todos los fuegos el fuego, y Las armas secretas o Final del juego, y novelas como la ya mítica Rayuela o El libro de Manuel, con escrituras de corte experimental.

Pero considero, y tomando mi experiencia, que fue Roberto Arlt el emblema y, tal vez de una forma subliminal, el de mayor influencia, desde su potencia narrativa, su desparpajo en el uso del idioma y sus temáticas existenciales trasladadas a un escenario fuertemente local, argentino diría, con un vocabulario casi exótico por momentos, rozando lo “tecnológico” (pues era inventor, como del neón y el arco voltaico); y algunos términos de las traducciones de los escritores rusos, sus predilectos, al español, moteaban su narrativa que enterraba las historias en lo más hondo de lo popular, dándole un tono único y potente, en mi concepto el más original y contemporáneo: sus libros de cuentos El jorobadito y Aguafuertes, crónicas en un punto intermedio entre relatos y nota periodística; sus novelas Los siete locos, Los lanzallamas y El juguete rabioso, únicos. Yo me formé como escritora en el “Grupo Roberto Arlt”, fundado por escritores que lo admiraban en su actitud fundacional de un lenguaje nuevo. En un prólogo a una reedición de obras de Arlt que Julio Cortázar titula “Para una relectura de Roberto Arlt”, lo reconoce como un escritor que ha tenido en él una gran influencia.

Después, hoy
Una vez planteadas estas básicas líneas directrices que marcan algunas pautas acerca de autores nacionales y que, en mi concepto, fueron tiñendo la posterior narrativa, podremos mencionar algunos de los nombres de narradores que imprimieron su sello especial. Y seguramente quedarán algunos fuera de este recordatorio, como suele ocurrir en las reseñas.
Entre los narradores destacados encontramos a Juan José Saer, nacido en Serondino, Provincia de Santa Fe, con su personaje Tomatis elabora una saga faulkneriana, pero de colores locales (inolvidable Glosa); o Manuel Puig, con sus novelas innovadoras Boquitas pintadas, La traición de Rita Hayworth y Cae la noche tropical; Abelardo Castillo, fundamental cuentista, con su magistral cuento “Los ritos” y su novela El que tiene sed; como Daniel Moyano, autor de Donde estás con tus ojos celestes, En la atmósfera y Un sudaca en la corte, entre sus últimos libros, y su extraordinario cuento “Etcétera”; Juan Martini, novelista, con títulos como El fantasma imperfecto o El día siempre. También debemos mencionar al particular Néstor Sánchez con la entrañable novela Siberia Blues y la experimental El amor, los Orsinis y la muerte; Beatriz Guido, con la novela Fin de fiesta; Alicia Steimberg, rescatando en Músicos y relojeros, a través de una historia cálida y familiar, la tradición judeo-argentina; Sara Gallardo con la particular novela Eisejuaz o Los galgos, y sus cuentos breves y punzantes; así como Silvina Ocampo, gran cuentista irónica amante de la síntesis y la simbolización de situaciones de clases sociales en sus cuentos de narrativa fantástica, como “El vestido de terciopelo”; al igual de quien fuera su compañero de vida, el gran escritor Adolfo Bioy Casares, quien también incursionó en la literatura fantástica con su ya clásica La invención de Morel y su cuento que adoro, “El atajo”. Bioy Casares abarcó el género policial junto a su amigo íntimo, Jorge Luis Borges, bajo el pseudónimo conjunto de Santos Bustos Domecq. Nombramos también a Mario Di Benedetto, con su novela Zama; a Juan Fillol, Héctor Tizón, Enrique  Wernicke, cuentista y novelista con la novela emblemática El agua y En la ribera.

Debo regresar a nuestro discutido Roberto Arlt, amado por unos y criticado por otros, como autor de una escritura desmañada y “desprolija” sin dejar de lado sus famosos errores ortográficos, que Raúl Larra en el ensayo “Roberto Arlt, el torturado” plantea como un síntoma más de su rebeldía social; regresar a él, para plantearlo como un abre puertas y compuertas del lenguaje literario argentino, y habilitarlo para entrar en zonas de marginalidad. Creo que sin sus desmesuras, no hubiera sido posible una narrativa posterior con un desenmascaramiento de costumbres y lenguajes propios de nuestro país, creo que fue Arlt el que dio el golpe de puño que dividió para siempre las aguas. Como él mismo dijo, la literatura como un “cross a la mandíbula” del lector. Instalando desde la primera mitad el siglo veinte la posibilidad de nombrar ciertas cosas por sus nombres.

Lo retomo porque creo que fue en cierta medida el antecedente de escritores de camadas más recientes, como Enrique Medina con Los reos; Luis Gusmán con El frasquito; Rodolfo Fogwill, despertando polémica con su Pichiciegos, y avanzando en el tiempo y los cambios estéticos las derivas tal vez del movimiento punk mundial y de las maneras performáticas, o espontaneistas, que repercuten en una escritura “desprolija”, casi desatenta a la “belleza” literaria, de la que surgen voces discutidas y hasta resistidas como el polémico y mediático Washington Cucurto, o narradores con una narrativa tal vez un tanto más atenta a la escritura, que toman fuertemente lo político y la etapa de la dictadura militar en un plano de lo simbólico, o las sexualidades como nuevos paradigmas, como sería el caso de Selva Almada en Los aldrilleros y Félix Bruzzone en su novela Los topos.

Movimiento que continúa en los más jóvenes, con fuerte auge de la micro-ficción, en el terreno del cuento…

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