Por qué los gallos le cantan al amanecer

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“El cuento de Juan” forma parte del libro El muy mentado curso, de Ignacio Betancourt. Comienza así: Juan sin casa. Sin familia. Juan sin palabra. Así fue creciendo solo. Siempre solo. Cuidando un gallinero sobrevivió.

En esta economía enunciativa —brevedad que desgarra a quien pone la conciencia de estar allí, en la aparente calma de un instante de lectura— se nos ofrece una existencia que pende y depende de un nombre: Juan. Excéntrica forma de vida, totalmente alejada de los seres con historia. Bastaría colocarnos en las tres primeras frases para poner en crisis nuestra cordura. La memoria apenas si nos ayudaría a quitarnos el intenso frío que se nos habría hecho, tras haber padecido la semántica acumulada en estas tres frases: Juan sin casa. Sin familia. Juan sin palabra.

Inevitablemente las preguntas se nos vienen: ¿Cómo podría alguien vivir (siempre solo) sin un lugar para descansar tranquilo y en paz, con la privacidad necesaria que da el estar en el interior de una casa? ¿Cómo podría alguien estar sin nadie para confiarse y para asegurar que existe para otro (así fue creciendo solo)? Más aún, ¿cómo podríamos imaginar lo que significa —por experiencia— vivir sin un lenguaje que nos permita estar con nosotros mismos?

Cuidando un gallinero sobrevivió, concluye el párrafo con el que se ha cavado profundamente y en cuya hondura habrá de arraigarse una historia con diferentes tonos, con distintas figuras retóricas y con un final sorprendentemente tragicómico. Describir formalmente “El cuento de Juan”, sería como hacerlo caber en los archivos de la historia de un género. Estudiarlo en su construcción narrativa, llevaría a situarlo según las fórmulas de una metodología conveniente para un fin académico. El hacer ambas cosas: descripción y estudio de “El cuento de Juan”, a lo más que llegaríamos es a proseguir los estudios literarios, a proseguir empleando fórmulas que sólo aseguran la permanencia de una jerga.

El texto puede ser más que un objeto cultural para su estudio. En él podemos encontrar una realidad que nos cuestiona y que nos hace pensar en zonas adonde la imaginación, para ocuparlas en toda su extensión y hondura, necesitaría haberse previamente despojado de las inercias de la lengua, así como haberse despojado —el lector— de los narcisismos de un ego civilizado.

El párrafo con el que inicia “El cuento de Juan”, da para ponernos a meditar en lo que significa la constitución del ser social y cultural, histórico e individual. Pero no sólo en ese párrafo se puede uno entretener meditando y reflexionando en un mar de posibilidades. Cuando uno se ubica en el espacio donde se origina el lenguaje literario, y por esto mismo padecemos la experiencia de ese haz de significaciones que surge allí, mediante el cual nos es posible alcanzar esa clase de conocimientos que no podríamos encontrar en otro lugar, es hasta entonces que podemos caer en la cuenta de la trampa a la que nos llevaría, si hacemos de dicho cuento nada más que un objeto de estudio literario.

En el párrafo segundo aparece el siguiente enunciado: “Supo por qué los gallos le cantan al amanecer”. Y uno se preguntaría: ¿en qué consiste ese saber por el que es posible conocer las causas de que “los gallos le cantan al amanecer”?

En “El lenguaje”, uno de los ensayos que componen El arco y la lira, Octavio Paz nos explica, luego de citar a Rimbaud con aquel verso que dice: “Tuve a la belleza en mis rodillas y era amarga” […] ¿La belleza o la palabra? —se pregunta Octavio Paz, y se contesta—: Ambas: la belleza es inasible sin las palabras”.

Así también nosotros, cuando leemos que Juan fue creciendo solo, siempre solo y que cuidando un gallinero sobrevivió, sabemos lo que significan todas estas palabras concatenadas, pero todavía no tendríamos la certeza de en cuáles experiencias podríamos vernos —realmente— ante todo eso que significa vivir siempre solo y lo que, también por experiencia, pudiéramos imaginar cómo podría ser el sobrevivir cuidando un gallinero. Es verdad que son las palabras las que nos acercan a padecer el sentido que conllevan dichas expresiones; sin embargo, la cuestión es saber hasta dónde podemos llegar —desde nuestra personal historia y con toda nuestra imaginación—, al grado de poder alcanzar una verdadera deformación —y transformación— de lo que pensamos y creemos ser.

Vivir por siempre cuidando un gallinero no es lo mismo que vivir por siempre cuidándonos a nosotros mismos. Juan no puede cuidarse a sí mismo porque en él no ha existido palabra, ni ha existido junto a él una familia que lo haya cuidado y que le haya dado los iniciales contactos de ninguna clase de lenguaje. No ha habido en él, entonces, la constitución de una historia por la que se vea a sí mismo en un árbol de recuerdos significativos. No obstante todo esto, ha logrado saber por qué los gallos le cantan al amanecer.

Cada uno de nosotros que vivimos en una casa en particular, tal vez con una familia, con un lenguaje y con una cierta educación; nosotros: qué respuesta podríamos dar a “por qué los gallos le cantan al amanecer”.

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