Pessoa reflejado en la ciudad

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“El tiempo presente y el tiempo pasado/ acaso estén presentes en el tiempo futuro”. Estos son los dos primeros versos de Burnt Norton de T. S. Eliot. Pero no se queda allí el poeta, sino que agrega: “Tal vez a ese futuro lo contenga el pasado”. Como quien dice: para echar un vistazo adelante, para tener la disposición de asomarse a los días nuevos hay que, primeramente, poner los pies en la tierra y develar lo que se ha ido, darle forma, comprenderlo. Otro tanto aporta Michel Tournier, en El Rey de los Alisos, al escribir que lo que importa en realidad es tener conciencia de qué somos, de dónde venimos, no el porvenir. Al fin, quién ha de llegar a esos días.

Esta actitud de mirada que indaga entre los escombros, que se aventura en lo que queda del presente para echar mano de un recuerdo que todavía respire, es la misma del poeta cansado, dolido, que se detiene a contemplar a Lisboa (“Lisboa revisitada”, 1923), tal como lo hiciera aquel rapsoda griego que regresa a su país después de un tiempo de expulsión, y se ve obligado a ir de pueblo en pueblo recolectando palabras para escribir la historia que le atañe: sólo de ese modo es posible acercarse al origen, nada más mediante las palabras, aunque a menudo falten en la boca y tengan que buscárseles en los lugares menos pensados.

La “Lisboa revisitada” de Fernando Pessoa —en voz de uno de sus múltiples heterónimos, Álvaro de Campos— es uno de los primeros ejemplos en las letras portuguesas sobre la configuración (re-configuración) de un espacio urbano como reflejo de la interioridad atormentada de su autor. Pessoa se pone delante de la ciudad para intentar desentrañar los mecanismos secretos de su existencia, con la esperanza de poder llegar a comprender, de esta forma, los mecanismos que rigen la suya propia. Solitario, abandonado de sí, recalando en viejas pensiones o bajo el amparo de sus tías solteronas, el temperamento pessoano está imbuido de un desconsuelo que pide a gritos un hueco en el que meterse. 

Si se considera que ningún espacio tiene sentido fuera de la dimensión personal de quien lo mira y lo habita, ya no se concibe el espacio de una ciudad aislado de quienes en él viven o por él deambulan: “¡Oh, cielo azul —el mismo de mi infancia—/ eterna verdad vacía y perfecta!/ ¡Oh, suave Tajo ancestral y mudo,/ pequeña verdad donde el cielo se refleja!”. La Lisboa pessoana es el cuerpo perfecto por el cual el poeta realiza un viaje íntimo y personal, más aún, es el único territorio valedero para lanzarse en busca de los reflejos de su alma; si se le entiende como la ciudad del origen, y al mismo tiempo, la ciudad a la que de algún modo siempre se ha de retornar.

“¡Oh, angustia revisitada, Lisboa de otrora, de hoy!/ Nada me das, nada me quitas,/ nada eres que yo me sienta”. Recorrer Lisboa y acabar en el muelle, desde donde, de un vistazo, se ve a toda la ciudad. Tras el camino, fatigado, en un estado de desasosiego, el poeta “ya no quiere nada”, más bien intenta huir de ese pasado que a cada pisada que da lo siente más cerca. A Lisboa, por rememorarla, por traerla de vuelta, la hace suya, la concibe como el sitio de la ensoñación, no obstante pide que lo dejen en paz, que desea estar solo, que quiere encontrarse de frente con esa ciudad que ha recorrido y que se le muestra abierta, imponente, impenetrable. Se trata de una ciudad-fantasma, presente y ausente a un mismo tiempo. El bardo entonces se enfrenta a sí mismo porque se enfrenta a la urbe, de atmósfera cambiante, viva, y que por eso mismo se le escapa continuamente de las manos.

Revisitar una ciudad, o cualquier otro lugar —que para el caso es lo mismo—, provee de un puñado de sensaciones que difícilmente pueden igualarse por otra vía. Tal vez en esa acción de revisitar es que entonces se tenga una ligera certeza del futuro porque, como lo propone Eliot, se está echando un vistazo al pasado.

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