Perseguido como un maldito

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Temor. Terror. Horror. “¿Acaso los perros, a veces, no muerden y estrangulan a sus amos?”, de este modo reflexionaba el protagonista de “El Horla” (1887) cuando su enfermedad ya estaba avanzada. Este hombre, un tipo adinerado que vive en una vieja casona francesa, de pronto un día se percata de que tiene “fiebre, una fiebre atroz, o más bien una debilidad febril, que hace que mi alma sufra tanto como mi cuerpo”. Y esa primera y ligera sensación se agudiza de tal modo que va del temor al terror y, al fin, al horror: “Tengo constantemente esta horrible impresión de un peligro amenazante…” De allí a la parálisis mental y física y la muerte no hay mucha distancia. O, por lo menos, a la decisión de matarse.

De Guy de Maupassant (1850-1893) se ha hablado mucho de su vena realista (propia de la generación finisecular francesa del siglo XIX: Huysmans, Théophile Gautier, Emile Zolá y Gustave Flaubert, entre los principales), y por ser el más avezado discípulo del mismo Flaubert. El autor de Madame Bovary —dice Mauro Armiño— fue su maestro en muchos sentidos, incluso él lo introdujo en aquel mundo de la corte cuando en París se asomaban ya los primeros anuncios de la Belle Époque: uno de cuyos rasgos principales fue el desvanecimiento paulatino de una aristocracia en sus propios salones imperiales, recepciones a las que asistían músicos, pintores y escritores (entre ellos Flaubert y Maupassant). Una especie de celebración de la decadencia, de develamiento de una realidad que Maupassant, no obstante, no intentó nunca cambiar, solamente, al principio, retratar.

La mayoría de sus tramas y de sus personajes (más de 300 cuentos y un puñado de novelas) no proceden, sin embargo, de esos salones aristocráticos a los que lo arrimó Flaubert, sino de un ámbito más duro: “historias y sucedidos que le cuentan los campesinos durante sus frecuentes estancias en Normandía, charlas de cama con sus múltiples amantes y, de manera especial, de las páginas de sucesos de los mismos periódicos y revistas en que aparecían sus cuentos”, escribe Mauro Armiño (Guy de Maupassant. Todas las mujeres —2011—). Porque sus textos aparecen primero publicados en periódicos y hasta mucho tiempo después, reunidos en libros. Pero a la par de la narrativa realista maupassantiana corre paralela su literatura fantástica, quizá más reveladora y luminosa en los escombros de su herencia literaria.

Del ejercicio fantástico de Maupassant es excelente muestra “El Horla”: como en la vertiente clásica, no hay en el cuento un hecho abrupto que descoloque al lector, lo que sí hay es una irrupción, una presencia, un ente que no se sabe bien a bien de qué se trata. El protagonista lo define de este modo: “De pronto me dominó un estremecimiento, no un estremecimiento de frío sino un extraño estremecimiento de angustia”. Una angustia que va creciendo y que lo desbarranca en ese abismo que es el desconocimiento de uno mismo: temor, terror, horror. De pronto se siente amenazado, atacado por alguien que no es visible pero sí perceptible: “Esta noche he notado a alguien agazapado sobre mí que, boca pegada a la mía, bebía mi vida de entre mis labios”.

Si bien el personaje de “El Horla” no asesina a su padre y a su madre como el joven Julián en la Vida de San Julián el Hospitalario, de Flaubert, sí llega un momento en que comienza a perseguir a ese ser extraño que lo cerca y le angustia los días, el Horla, como hace el joven Julián con el ciervo que, pasado un rato, lo cuestiona al respecto: “¿Por qué me persigues, tú, que serás el asesino de tu padre y de tu madre?”. Julián, entonces, se detiene y se aleja, pensando que de ese modo no se cumplirá lo que el ciervo le ha dicho. El personaje de “El Horla” no hace lo propio (“¿He perdido la razón?”, se pregunta): antes bien intenta darle muerte a ese invasor incendiando su propia casa donde cree haberlo atrapado. Mientras ve cómo se consume aquella construcción se dice que no es posible que esté ahí dentro, retorciéndose y muriendo, y se da este vaticinio a sí mismo: “¡Va a ser necesario que sea yo quien me mate!” Es un perseguido, y lo seguirá siendo. Estas palabras de August Strindberg parecen dedicadas particularmente a él: “Estoy a punto de convertirme en un deficiente mental, y se presentan los primeros síntomas de la manía persecutoria. ¿Manía? ¿Por qué esta expresión? ¡Soy un perseguido! […] sin parada ni descanso, perseguido como un maldito…”, (Alegato de un loco —1888—). Temor. Terror. Horror.

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