Palabras polvo y sangre

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    Un personaje –que podría ser el propio Céline– de la novela Pulp, le dice a Henry Chinaski (Charles Bukowski): “En los viejos tiempos, las vidas de los escritores eran más interesantes que sus obras. Hoy en día ni sus vidas ni sus obras son interesantes”.
    Vida y ficción hasta hace poco eran indivisibles. Probablemente los beatniks fueron los últimos escritores que consideraron importante “la experiencia” para impregnarle un poco de realidad a su obra. La novela de Jack Kerouac, En el camino, es el mejor ejemplo del movimiento y la vorágine que estos artistas quisieron captar en sus narraciones.
    La generación beat continúa el legado de sus “padres fundadores” como Herman Melville, Jack London, Lord Byron, Walt Whitman, Knut Hamsun, Louis-Ferdinand Céline y Ernest Hemingway. Grandes escritores y poetas que tuvieron vidas llenas de viajes y aventuras. El propio Whitman es comparado con Jesucristo como parte de un linaje de vagabundos sagrados en un ensayo sobre los trashumantes escrito por Kerouac: “Nada más noble que soportar varios inconvenientes, como las serpientes y el polvo, en nombre de la libertad absoluta”.
    La pasividad de los escritores contemporáneos ha impregnado a sus obras de una irrealidad decepcionante. Tom Wolfe señaló alguna vez que el futuro de la novela radicaba en “un minucioso realismo” basado en el periodismo. Otro reportero, Ryszard Kapuscinski, salió en la defensa de la realidad como sustento para las buenas historias: “Las palabras son incomprensibles si no se ha vivido en carne propia aquello que describen. Si no han penetrado en la sangre”.
    Al final, las experiencias de realidad no pueden desprenderse de la imaginación o corren el riesgo de morir de inmediatez. El único reclamo es el de no abandonar el viaje a un puro sentimiento interior. “La inocencia sólo puede convivir con la sabiduría; jamás con la ignorancia”, decía William Blake.
    Y es por esta sabiduría vital que se extraña a narradores como Hemingway, quien trabajaba de pie durante horas, calzado con sus mocasines asentados sobre la gastada piel de un antílope africano. Escribía El viejo y el mar, para después nadar media milla y emborracharse hasta la muerte.

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