Palabra de vate

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    En el poema 14 de Fuego de pobres (1961) se lee: “Yo diría / que con la edad uno se va enterando, / sin querer darse cuenta, de las cosas. / Uno va sospechando lo que pasa”. El deterioro del cuerpo como tal fue una preocupación constante en la poesía de Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013), que dejó entrever en algunos de sus libros como si presintiera la figura gastada y en desequilibrio con la que llegaría a sus últimos días.
    “Estoy privado de la vista y del movimiento de las piernas. Soy un bulto. Soy un bulto que habla”, dijo en una entrevista aparecida en los primeros días de enero pasado, cuando le preguntaron cómo se sentía en vísperas del cumplimiento –en noviembre– de sus 90 años de vida.
    Por la tarde del último día de enero llegó la noticia de su muerte –el deceso de un poeta es siempre una mala noticia–. Estuvo ligado a la Universidad Nacional Autónoma de México, donde fue fundador y director del Instituto de Investigaciones Filológicas. Perteneció además a la Academia Mexicana de la Lengua y fue miembro de la Academia Latinitati Fovendae de Roma. Bonifaz Nuño mismo dividió su obra en tres aspectos: estudioso y traductor de los clásicos griegos y latinos, revisión y estudio de las culturas prehispánicas de México, y la poesía: “No me gusta llamarla poesía, prefiero llamarla simplemente versos; tiene para mí enorme importancia, es mi acto libre en la vida” (Autoentrevistas de escritores mexicanos, 2007).
    A sabiendas de que el legado griego y latino constituye un bastión del conocimiento y la cultura, tradujo a Lucrecio, Catulo, Virgilio, Horacio, Ovidio, Propercio, Lucano, César, Píndaro y Eurípides. Sin embargo, se le llenaba la boca para decir que la cumbre de ese quehacer fue la traducción de La Ilíada, “convencido de que en ese poema están encriptadas todas las pasiones humanas.” Y en cuanto a su aportación al rescate y divulgación de las culturas prehispánicas, emprendió la tarea movido por animar a la gente de México al conocimiento de su pasado indígena, ese espejo diáfano que la llevaría necesariamente a tener un mejor juicio de sí misma. El poeta Vicente Quirarte, amigo y discípulo del escritor veracruzano, al respecto dice que fue “uno de los autores más preocupados por los valores nacionales” (Peces del aire altísimo, 1993).
    Bonifaz Nuño fue también (o sobre todo) un poeta. Un mejor poeta, creo, de lo que decía ser. En uno de los diálogos más reveladores de El lado oscuro del corazón (Eliseo Subiela, 1992), Oliverio, el protagonista del filme, le dice a la Muerte cuando le pide que se busque un trabajo mientras llega el día en que tenga que llevárselo: “soy un poeta”; ella le replica: “¿Qué oficio es ser poeta?”. El de Bonifaz Nuño podría definirse con una frase que salió de su boca: “Yo nunca puedo decir que me faltan palabras, tengo exactamente las palabras que necesito para decir lo que quiero decir”.
    Su vocación poética: “Cuando escribo versos soy totalmente libre de hacer lo que me da la gana… sin pedir una recompensa, (de mi vida) es el acto alegre”, no podría haber sido una mera afición, un quehacer de menor rango ante las grandes especialidades que pondera la sociedad contemporánea. Porque Bonifaz Nuño era un practicante del humanismo que pugna por la reivindicación de la grandeza del hombre, “nos enseña y predica con el ejemplo –agrega Quirarte– que la transformación del mundo debe comenzar por una transformación de nosotros mismos y que para realizar tal empresa nos hallamos solos”.
    El poeta Bonifaz estaba convencido, como Paul Valéry, que el poema es la experiencia de la palabra. Y la palabra en el poema, según escribe Octavio Paz en El arco y la lira, tiene una fuerza creadora y cierta carga metafórica que el hombre mismo, al pronunciarla, la concreta. Paz nos ilumina: “El poema nos revela lo que somos y nos invita a ser eso que somos”. Al hacer versos, Bonifaz acudía a la sensibilidad intelectual –a la manera de Xavier Villaurrutia– y, a un mismo tiempo, a la imaginería y lengua populares, porque él mismo se decía un “pelado”: “No soy gente decente, soy un pelado porque me crié entre pelados.” Escribió en el poema 8 de Fuego de pobres: “Yo ya me voy. Deslúmbrame / el metal decadente de la barca / que habrá de conducirme. […] Yo me parto. / Vengo a decirte adiós para olvidarte”.

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